Un año más, mis conclusiones aceleradas sobre los Oscar. Tachááaaaan.
1. Estaréis contentos, eh, que Leonardo ya tiene el Oscar. Yo es que soy de Fassbender, pero me alegro también. Aunque sea para que os calléis. Chatos. Y vale, reconozco que Leo y Kate son parte de la educación sentimental y cultural de varias generaciones, la mía también. Y los quiero mucho y todo lo que les pase bonito es bien. Millenials al poder.
2. La ganadora del Oscar a mejor actriz iba hecha un cuadro. Brie Larson tiene por gracia la muchacha que se plantó un estilismo que parecía una reina de la fiesta de graduación de un instituto de Minessota. O una invitada a una boda patria española con vestido comprado en los chinos. Porque sería un Gucci pero tenía una pinta de acrílico que asustaba. De la Vikander no digo nada porque es la novia de Fassbender y, por lo tanto, merece mi desprecio más absoluto. No regrets.
3. Me ha parecido una edición muy sosaina en cuanto a trajes y asistentes. Quitando el Chanel de Julianne Moore y el Armani de la Blanchett (un vestido que sólo aguanta ella y CÓMO), el resto ni fu ni fa. Eché en falta a las estrellas de verdad: Angelina, Brad, George, Julia, Meryl... Mucho niño y niña monos pero ninguno con enjundia, con algo interesante que contar, ya sea de palabra o de actitud. No sé si me explico.
4. Ganó Spotlight. Lo mejor de la noche.
5. No estuvo Benedict. Lloremos.
6. El Oscar al mejor documental lo ganó Amy. Dos horas largas sobre la vida y muerte de Amy Winehouse que merecen mucho la pena. Hay opiniones encontradas sobre la muchacha y su historia. A mí, personalmente, el documental me transmitió mucha tristeza y mucha pena. Es sobrecogedor ver las letras de sus canciones encajadas en el momento exacto de su vida, en el porqué, en el motivo, sobre todo las de Back to Black, dedicadas a ese tipejo de Blake Fielder-Civil. Nunca se han escrito cosas más bonitas sobre un ser más despreciable.
Creo que Amy estaba enferma desde pequeña y su historia me recordó, mucho, a la que se cuenta en My Mad Fat Diary. De ahí puede que venga la conexión. Porque no podía quitarme a Rae de la cabeza. Sus luchas, su pena por tener un padre ausente, una familia desestructurada, sus problemas son los que tuvo Amy. Sólo que en Rae hubo tratamiento, un Kester que, con dificultades, le sirvió de guía.
En el caso de Amy no. Amy se lanzó al vacío de una carrera profesional como es la artística, expuesta ante todo el mundo, convertida en famosa, explotada por un padre que, tras esos años de ausencia, reapareció, curiosamente, y se subió a la estela del cometa Winehouse. Porque, qué queréis, que tu progenitor no te haya hecho ni caso en tu infancia y cuando eres rica y famosa vaya de padre del año y hasta tenga su propio programa de televisión tiene que, cuanto menos, molestar. Y si encima no estás muy bien emocionalmente por su culpa, ese afán de protagonismo es un elemento desestabilizador de primera.
Así que el final no extraña, casi es lógico. Era una enferma de la que todos se aprovecharon y de la que todos se rieron. Porque el documental también recoge las bromas que se hacían sobre sus adicciones en los programas de televisión estadounidenses y británicos. Y hielan la sangre. ¿Ella tendría que haber puesto más de su parte? Es probable. Pero era una chica perdida, sin mucha educación y muy, muy herida. Reclamaba constantemente esos límites que no supieron imponerle de pequeña y que no interesaba que tuviera de mayor. Porque para qué ingresar en una clínica de rehabilitación. No, no lo necesita, dijo el padre. Y cuando fue obvio que había un problema que se iba de las manos, que ingrese, vale, pero en Inglaterra, o sea, rodeada de paparazzis y junto al prenda de su marido, el causante de las adicciones. Nada tuvo sentido, nadie supo decir basta. Y pasó lo que pasó.