Nada más inmoral y al mismo tiempo más falso que afirmar que somos necesariamente morales; que está en nuestra naturaleza serlo, sin mayor intención ni esfuerzo, y que todo el bien del que somos capaces se halla incardinado en el algoritmo evolutivo de la especie a la que pertenecemos. Sin embargo, nada más ciego que negar que en la naturaleza humana se da un orden previo a nuestra voluntad, el cual hasta cierto punto la orienta y la tutela, como sucede con el instinto de cualquier otro animal.
En efecto, toda sociedad tiene determinados principios expresos o tácitos que, a modo de mínimo denominador común, estimulan la cooperación entre sus individuos y fundamentan la razón de ser del grupo. Esto es tan cierto que, como suele decirse, incluso una banda de ladrones se disolverá pronto si no hay entre sus miembros un código de honor y respeto. Ahora bien, esta base irrenunciable de la moral, llamada derecho natural por los jurisconsultos romanos y conocida desde mucho antes, no necesita los imaginativos requiebros de la evolución darwiniana para ser establecida. Son los principios innatos de la razón los que nos conducen a ella, esto es, los que nos mueven a buscar la paz como más beneficiosa y fiable que el conflicto; los que provocan que aborrezcamos la crueldad, la inequidad y la ingratitud; o los que nos hacen reparar en que mentir es negarse a sí mismo, como nos recuerda Hobbes:
Porque así como se dice de alguien cuando se ve obligado con argumentos a negar lo que antes había afirmado, que se ve reducido al absurdo, de igual modo el que por debilidad de espíritu hace u omite algo que antes había prometido no hacer o no omitir mediante pacto, comete injuria; y cae en contradicción no menos que el que se ve reducido al absurdo en la academia.
Todo esto apela a nuestra razón antes que a nuestro instinto, el cual está extraviado en este punto y nos conduce demasiado a menudo a rechazar nuestro deber y a abrazar a sabiendas aquello que nos perjudica. Ahora bien, como se ha dicho, que nuestra razón señale estos principios no supone que nuestra voluntad se sienta vinculada por ellos de forma absoluta. Por el contrario, necesitaremos siempre acicates y ejemplos. ¿Y qué mejor modelo de bondad que un Dios eterno infinitamente bueno? Es de Bacon la comparación entre el perro y el creyente, pues aquél igual que éste, siguiendo y admirando la "melior natura" de su amo refina sus impulsos y acaba adquiriendo no poco de la nobleza del mismo. El anticristiano Voltaire era también de esta opinión, lo que lo movió al final de su vida a sentenciar en una de sus obras: "Creed en el buen Dios, y sed buenos", citando implícitamente la Biblia (Mt. 5:48).
Pero Dios no es sólo un excelente modelo, sino que además es la garantía metafísica de que el fin del orden es el orden, el del bien es el bien y el del mal, el mal. O lo que es lo mismo: representa la idea indeleble de que todo lo que se haga hoy tendrá su eco en la eternidad, sin que nada escape a su penetración ni a su providencia.
Es Dios, además, la única apología de la vida y de la naturaleza, ya que, si todo viviente tiende a la muerte de manera irremediable, ¿no podría decirse que cualquier máquina humana, hasta la más grosera, encierra una previsión mayor que el organismo natural más sofisticado, en tanto que a diferencia de éste es susceptible de ser reparada infinitas veces?
Estas consideraciones, entre otras muchas, me hacen concluir que la religión no es superflua ni dañina, sino necesaria y en extremo beneficiosa, aunque nada lo sea tanto que no pueda ver sus fines pervertidos por una mala práctica.