Revista Opinión
En la actualidad el término “radical” se emplea generalmente con intención peyorativa. Tanto es así que, para desprestigiar una idea, basta con decir que ésta es radical; y, casi automáticamente, se genera un rechazo hacia la misma. Ahora bien, no siempre ha ocurrido eso, puesto que la connotación actual es fruto de un largo proceso que ha conseguido rediseñar su significado original. Hay que considerar que un concepto tiene tanta fuerza como aceptación tenga en la propia sociedad. Por ese hecho, es importante controlar la fabricación y difusión de definiciones sociales y políticas. Es decir, lo que Orwell llamó en su conocida obra, 1984, la neolengua.
En cualquier caso, un análisis sobre el término radical nos obliga, en primer lugar, a acudir a una definición aséptica del mismo. En este sentido, lo más común es recurrir a las dos primeras acepciones que ofrece la RAE: <<1. Perteneciente, o relativo a la raíz. 2. Fundamental, de raíz>>. Por tanto, ¿qué nos dicen dichas acepciones? Que un postulado radical podría guardar relación con la raíz de algo. Quizá una visión radical sea aquella que observa en la base de algo la causa de su acción política. Sin embargo, la tercera de las acepciones aclara cualquier duda: <<partidario de reformas extremas, especialmente en sentido democrático>>. Por consiguiente, un postulado radical podría ser aquel que entendiese que un sistema político debiera ser reformado, tan profundamente que puede alcanzar incluso a la raíz del mismo.
En consecuencia, si aceptamos lo dicho anteriormente como válido, el fin de un postulado radical no merece, en principio, condena de ningún tipo. Entonces, ¿cuál es el motivo de la animadversión del poder hacia los llamados “radicalismos”? Sencillamente se trata de una mera reacción del sistema establecido frente a algo que desea sustituirlo. Esto es fácil de comprender si se tiene en cuenta el carácter revolucionario de algunas ideologías antes de alcanzar el poder. El liberalismo fue revolucionario y tuvo que lidiar en su momento con un sistema político absolutista, el cual también desplegó su propaganda frente al liberalismo. Es decir, el absolutismo reaccionó frente a un liberalismo revolucionario, pero cuando éste consiguió penetrar en el Estado, y consolidar un modelo político, sustituyó ese carácter reformista por otro de sesgo conservador.
Todo ello implicó que el propio término radical, usado también por muchos liberales del siglo XIX, fuera reformulado. El proyecto político liberal ahora requiere que la moderación sea exaltada como virtud inquebrantable del régimen, ya que ésta asegura su continuidad. Esta postura implica ignorar la necesidad de que la búsqueda de la democracia puede exigir cambios más profundos. No obstante, se arguye que es posible revisar algunos aspectos desde el propio sistema, pero se obvia que éste posee una asombrosa capacidad de asimilación y desactivación de ideas en origen transformadoras. Esa moderación, en realidad, puede esconder un planteamiento inmovilista que, invocando la necesidad de salvaguardar el sistema, es el encargado de repartir patentes de corso a aquellos postulados que considera apropiados.
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