Revista Comunicación

Sobre los toros

Publicado el 15 septiembre 2015 por Lya
Cuando te has criado en una tierra como la que me contempla, lo del mundo del toro es casi pan nuestro de cada día. Mucho más si además te terminas dedicando a la canallesca y a estar metida en todos los saraos, como es el caso. Pues acabas un par de veces al año dándole al jamón ibérico por gentileza de la peña tal, y controlando, más o menos, a quienes forman parte de ese mundillo. Y de ahí a ir a corridas y/o festejos varios, un pasito de nada. No te cuento si además te toca ir por trabajo. 
Digo todo esto para representar y presentar mi posición sobre la materia: moderada. A fuerza, sí, de conocer el ambiente y a mucha gente que lo compone, de tratar -y en algunos casos tener amistad- con aficionados de los de verdad y de comprender que si tengo que trabajar ahí, mejor hacerlo de buenas. Que amargarme no va a servir de nada. Ni a mi ni a los toros, que se los van a seguir cargando, tuerza yo el morro o no. 
Porque yo, quede claro también, de tierna infante era una antitaurina de manual. Y de adolescente también. Solo moderaba mi rabia ante mi abuelo, porque mi abuelo era (es) Dios a mis ojos y si a él le gustaban los toros, yo chitón. Y le gustaban, vaya que si le gustaban. Precisamente fue su muerte, acaecida hace ya muchos, demasiados, años, la que me acercó un poco al mundo taurino. Quizá fue su recuerdo, o que no sabía cómo hacer para no perderle del todo. No sé. A mi padre, que hasta entonces había sido un aficionado tranquilo, le sucedió algo parecido. De repente, en casa se veían los toros, gracias a que en aquellos momentos las plataformas digitales comenzaron a retransmitir todas las ferias importantes. 
En aquellos años aprendí mucho del tema, pero no lo suficiente como para embarcarme, por ejemplo, en escribir crónicas taurinas. Tiempo después, cuando tuve la oportunidad de hacerlo me negué en redondo. No es lo mío, no lo entiendo, no lo comprendo y no lo veo como lo ven aquellos que sí saben escribir esas crónicas llenas de poesía. No entiendo de toros, no soy capaz de verlos desde esas perspectiva. Conozco el mundo y hasta cierto punto, y por las razones antes mencionadas, lo respeto, pero no escribiré nunca sobre el tema. Es mi pequeña rebeldía al respecto. Mi pequeña batalla sin ganancias. 
Porque los toros, así como tal, me siguen repugnando en lo más profundo de mi ser. Mucho más desde que, un par de veces al año, voy a la plaza. Si el toro no se queja, lo llevo más o menos. Detrás del objetivo de la cámara todo es más sencillo, la realidad se difumina y te concentras en conseguir una buena foto. Además hay muchísimos detalles, es un espectáculo, guste o no, muy plástico que ofrece buenas fotografías cada segundo. Hasta ahí, vale. 
El problema aparece cuando el toro muge, que yo me quiero morir allí mismo. Es algo atávico que no puedo remediar, un dolor que sube por el estómago y me parte en dos. Porque sí, los toros, muchas veces, se quejan. Dicen los aficionados que el animal no sufre porque la adrenalina y no sé qué más. No sé si es general, pero yo he oído a todos de 600 kilazos mugir y quejarse como corresponde cuando te clavan hierros. Ni adrenalina ni gaitas. 
Esta es mi postura con respecto a la tauromaquia. Entiendo que es mundo con una tradición muy rica, entiendo que es un negocio muy importante para muchas personas y para algunos lugares, como en el que vivo, y me mantengo, por tanto, alejada de las posiciones más radicales. Por salud mental, también. 
Pero no me gusta lo que se hace con el toro ni comprendo que el mundo taurino no esté dispuesto ni siquiera a negociar, a sentarse, a respetar que la sociedad, por fortuna, está avanzando y cada vez ve con peores ojos su modus operandi. En esa cerrazón está su condena, porque cada vez hay menos aficionados de los de verdad, de los que justifican todo y cada vez hay más voces que dicen que ya vale. 
Y lo de hoy en Tordesillas ni lo entiendo ni lo entenderé nunca y jamás saldrá una justificación de mi boca. Aunque me cueste enfrentamientos con amigos y conocidos que hacen de la tauromaquia un todo en el que meten espectáculos bochornosos como el que ha tenido lugar esta mañana. Yo soy la primera, también, que ha disfrutado y disfruta con encierros a caballo, en los que los jinetes orientan a los toros por el campo hacia la plaza. De nuevo, imágenes preciosas y la sensación de cumplir con un rito arraigado en nuestra genética, sin daños para el animal. ¿Por qué no dejarlo ahí? ¿Por qué ir más allá, y tener que hostigar, acosar, asustar y matar al toro? 
Una especie animal, por cierto, que no existe como tal y que ha sido creada por el hombre a fuerza de selección. Selección que no siempre sale bien porque -también lo aprendí viendo corridas por la tele- para que salga un ejemplar que se ciña a los cánones de la lidia, tienen que pasar otros diez o doce que no valen, dicen los expertos, para nada. De ahí que se sospeche que las supuestas características de la especie no existan, como no existe la especie en sí, aunque si es cierto que hay ganaderías, las menos, que tienen unos rasgos morfológicos muy diferentes de otras. Un victorino no es para nada igual a un miura. Pero tampoco una vaca avileña es igual a una morucha salmantina y hablamos de dos especies autóctonas en tierras colindantes. Y eso sí, se presume de mucha riqueza pero el 90% de las ganaderías están formadas por animales del mismo encaste, que, curiosamente, no tiene la fiereza ni la bravura -o la mala leche- de las dos que he mencionado antes y que es el que exigen los toreros llamados figuras. Una cosa suavecita, que el cielo está lleno de valientes, quita. 
En fin, no sé si me he explicado. Si por mi fuera, se acabaría cualquier tipo de espectáculo que conllevara la muerte de animales o que fuera denigrante para ellos. Es decir, terminaría con los toros pero también con los circos, los delfinarios y, si me apuras, hasta con la doma clásica en los caballos, esa que consigue que el animal más hermoso de la creación levante la patita como un cachorrito de caniché llamado Fifí. No lo soporto. Fuera todo. 
Pero como no me queda otra que vivir y trabajar donde vivo y trabajo, y como comprendo las implicaciones, económicas sobre todo, que tiene el tema para mi querida, a pesar de todo, provincia, modero mis opiniones, me justifico con un "no entiendo del tema" cuando me preguntan si me ha gustado tal o cual cosa y veo el tiempo pasar con el convencimiento de que, más pronto que tarde, llegará el día en el que los taurinos tendrán que transigir y guardarse su afición para fincas privadas. Que es, por cierto, lo que en UK pasa con el tema de la caza del zorro, que se sigue celebrando en los estates del countryside, porque, como nos dijo nuestro lector un día que tuvimos debate de estas cuestiones en la EOI, "no hay nadie al final del recorrido para ver si los perros matan al zorro o no". 
Pobres animales, qué asco todo. 

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