Revista Cultura y Ocio

Sobresaltos

Publicado el 17 noviembre 2014 por Elarien
Sobresaltos El símbolo del programa me avisa de que el paciente está en el hospital. Le llamo pero nadie entra. Tiene 88 años, es posible que, con los achaques de la edad, aún no le haya dado tiempo a llegar hasta la sala de espera. Al cabo de unos minutos insisto. Miro la puerta pero no sucede nada. A lo mejor no ha visto la pantalla. Salgo a la sala de espera a nombrarle, en ocasiones es preciso hacerlo así, a la antigua usanza, por mucho que eso interfiera con la ley de privacidad de datos. Nadie responde. Me acerco a la sala de espera de al lado y obtengo el mismo éxito. ¿Y si el pobre anciano anda perdido por los pasillos del hospital? No sería el primero. Compruebo si en la ficha figura un número de móvil, es el mejor método para encontrar abuelitos extraviados.
- Buenos días, soy su doctora- me presento. - Tiene cita ahora conmigo.
Es el hijo el que responde al teléfono.
- Estamos esperando que le hagan una analítica.
Me extraña. Han llegado justos a mi cita. ¿Será una urgencia?
- ¿Está todo bien?
- Sí, sí. En cuanto le saquen sangre subimos.
- Ya van tarde - les aviso.
Al hijo no le importa demasiado mi advertencia y se presentan en la consulta con más de media hora de retraso. No es un buen principio.
He aprovechado el tiempo para, entre paciente y paciente, revisar sus antecedentes. De sus 88 años lleva casi 80 fumando, y sin intención de dejarlo. El alcohol forma parte de su dieta. Le hemos visto varias veces y siempre se ha librado. Recientemente le han diagnosticado algo de demencia.
Le exploro. En esta ocasión no hay suerte, no se libra. No me gusta lo que me encuentro en mi exploración y le programo, preferente, para una biopsia en quirófano.
Unos días más tarde me llama la anestesista. Tiene a mi enfermo en su consulta y las pruebas son de asustar.
- ¿Es imprescindible operarle?- me pregunta.
- Sospecho que tiene un cáncer - le explico. - He de coger una biopsia para confirmar el diagnóstico y poder mandarlo a radioterapia.
- Querría que antes le viese el cardiólogo. ¿No puede esperar?
- ¿Cuánto tardaría?
- No lo sé.
- No conviene retrasarlo demasiado. Si acaso hablo con el cardiólogo.
- No, no te preocupes. Ya le llamo yo.
El informe del cardiólogo no es tranquilizador. La eco muestra que la función cardiaca está por debajo del 30%. Choca que hasta entonces el paciente no notase nada. Se le cataloga de alto riesgo. Tras las explicaciones del anestesista la familia se presenta en mi puerta para hablar conmigo. Están asustados. Quieren saber qué hacer, o qué no hacer.
Les aclaro la situación. La palabra cáncer, que hasta entonces no había usado con ellos, les ayuda a comprender el problema. La hija está de mi lado. El hijo se niega a que le hagamos nada. ¿Y si se muere en la mesa del quirófano? Sinceramente no es una perspectiva halagüeña. Aún así las únicas opciones de tratamiento pasan por confirmar el diagnóstico, ¡ojalá hubiese otra alternativa! No hacer nada es condenarle a morirse, posiblemente ahogado y sin poder tragar ni hablar. Tampoco ese plan es prometedor.
Los hermanos quedan en reunirse y, finalmente, acceden, no sé si por unanimidad. Ingresa a primera hora del mismo día de la cirugía. Antes de empezar la jornada me acerco a verle. Está algo despistado y la cosa empeora cuando le bajan al antequirófano y se queda solo. Primero afirma haber desayunado y luego dice que no se acuerda. Hay que comprobarlo, con el estómago lleno no es buena idea realizar una anestesia general. La familia no aparece por ningún lado. Voy a la planta. Según la enfermería sí que está en ayunas. Lo pasamos. Conectamos los cables. El electrocardiograma inicial deja mucho que desear, no es una novedad. Curiosamente el trazado mejora según el paciente se duerme y la cirugía se desarrolla sin complicaciones. Por desgracia el tumor ha crecido en esos días. Tomo las biopsias. El enfermo se despierta sin sobresaltos. Hablo con la familia y les tranquilizo antes de llevarle en mano las muestras a la patóloga. En unos días tendré el resultado.


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