Revista Infancia
El otro día, en una conversación con dos mamás de niños entre los 5 y los 7 años que no van al cole, una de ellas nos contó a situación a la que se enfrentó al, tras haber asisitido durante más de medio curso, decidió dar el paso de desescolarizarle.
Nos contó que la que era maestra de su hijo trató de "convencerles" de que se estaban equivocando y de que no le estaban haciendo ningún favor a su hijo con su decisión. Tras escuchar la argumentación que hizo para explicar el porqué había tomado esa decisión, la profesora le vino a decir que el mundo era de una determinada manera y que en el cole tenían que enseñar a sobrevivir a los niños.
Tanto la mamá como su pareja contestaron sin dudar que ese era precisamente uno de los motivos que les había decidido a sacarlo del cole: que querían que su hijo aprendiera a vivir, no a sobrevivir.
He estado reflexionando mucho sobre esto porque para mi es algo de vital importancia.
Nos empeñamos a que nuestros hijos aprendan desde su más tierna infancia que el mundo es un lugar duro, en el que hay que competir para lograr aquello que se desea y donde siempre gana el más fuerte.
Les enseñamos que mostrar sus sentimientos es un síntoma de debilidad...que deben ponerse una coraza y ocultar lo que sienten con el fin de aparentar fortaleza.
Les enseñamos a aceptar con resignación nuestras decisiones, porque nosotros sabemos lo que es mejor para ellos y que ni sus lagrimas ni sus ruegos nos harán cambiar de parecer.
Les enseñamos que nosotros, los adultos, somos superiores a ellos y, por lo tanto, tienen que acatar nuestra voluntad sin oponer resistencia.
Y luego nos extrañamos cuando esos niños, a los que tan bien hemos enseñado a sobrevivir en la jungla, se convierten en adolescentes apáticos, sin ninguna motivación ni ilusión en la vida. Nos extrañamos cuando descubrimos que carecen de ideales, de pasión, de sueños. Nos lamentamos cuando descubrimos que parece que no sean capaces de amar y cuando vemos toda la frustración y resentimiento que cargan a sus espaldas.
Pero nunca nos preguntamos que hemos hecho mal. Siempre buscamos mil excusas para no aceptar la responsabilidad y para no reconocer que hemos cometido un gran error: enseñarles desde chiquitines a sobrevivir, olvidándonos de enseñarles a vivir.
Porque quien aprende a vivir sabe que cada día merece la pena, que la vida nos depara mil sorpresas y que, aunque no todas son buenas, siempre nos pueden aportar algo. Quien aprende a vivir sabe que no hay que esconderse tras una máscara, sino que hay que enfrentarse a la vida a cara descubierta, sin miedo a mostrar lo que uno siente o es. Sabe que la vida no es una competición ni una lucha y que los demás no son rivales sino compañeros de camino.
Por esto y por muchas cosas más voy a luchar con todas mis fuerzas porque nadie enseñe a sobrevivir a mi hijo, apesar de que el mundo considere que no le estoy haciendo ningún favor.
Acertaré o me equivocaré, pero es un riesgo que estoy dispuesta a correr.