Tras un mes refugiado en los intramuros de mi mente, ayer fui al Capri. Necesitaba, la verdad sea dicha, una inyección de diálogo callejero. Una inyección de energía que encendiera, de una vez por todas, el apagón de mis bombillas. A dos taburetes del mío, estaba Martina, la mujer de Jacinto. En nuestros tiempos adolescentes, nos tiramos los tejos. Tejos que cayeron en el saco roto de los amores frustrados. Mientras hablaba con ella, miré más allá de su fachada. Y tras mirar, descubrí que en su interior colgaban piedras. Piedras en forma de sueños rotos, deseos reprimidos y secretos oscuros. Hablamos de la vida, de los hijos y del coronavirus. Me preguntó si tenía miedo. Le dije que más que miedo sentía indignación. Indignación por la incertidumbre que suscita cualquier problema hasta que se soluciona.
Más allá de los datos oficiales, me comentaba Martina, hay miles de enfermos clandestinos. Enfermos, sobre todo americanos, que por falta de dinero no son conscientes, a ciencia cierta, si padecen, o no, el coronavirus. Esta situación suscita brotes de agorafobia, nosofobia y xenofobia colectiva. Brotes que se manifiestan mediante conductas de evitación y rechazo social. El maldito bicho provoca cierta repulsa a lo chino y lo italiano. Tanto es así que cualquier tos, por insignificante que sea, suscita miradas de recelo entre los salvados del momento. Estas miradas de rechazo alimentan el miedo ciudadano a ser estigmatizados por parte de sus círculos. El Covid-19 ha puesto en jaque la utopía de la globalización. La idea de una sociedad conectada no es el mejor escenario para erradicar, de una vez por todas, el dichoso virus. Así las cosas, el cierre de fronteras - y la vuelta temporal al mercantilismo - se convierte en una de las posibles soluciones.
Aparte del aislamiento, y de recetas antiglobalización, la lucha contra el virus necesita otros armamentos. Necesita que los ciudadanos lleven cuidado con lo que tocan. Y ese cuidado con "lo que tocan" es tan complicado de llevar a la práctica que se convierte en fantasía. El contacto con el dinero, el manejo de monedas y billetes se convierte en un factor importante de contagio. Tanto es así que sería recomendable que la mayoría de las compras se hicieran con tarjeta. Es importante, como les digo, que los ayuntamientos apliquen desinfectantes en el mobiliario urbano. Y es necesario que los centros comerciales desinfecten - a diario - mostradores, probadores y barandillas. Aparte de todo ello, se deben restringir y, si es posible, cancelar la asistencia a eventos multitudinarios. Mientras tanto, el Gobierno debería poner todos los recursos necesarios para que la investigación fluya sin obstáculos añadidos. Es importante que, a pesar de las medidas locales, no se rompan los lazos internacionales. Y es urgente que los medios, más allá del relato amarillo, pongan el foco en los vencedores del momento.