Por Diego Arévalo
No la conocí, jamás hablé con ella, nunca intercambiamos miradas; quizá por esta razón para mí nunca fue Sofía sino Medea. Las no pocas veces que la vi caminando por Miraflores, mi memoria nunca la relacionaba con su verdadero nombre sino con la temible mujer que asesinó a sus hijos creada por Eurípides. “Manya, ahí va Medea”, era lo que me repetía siempre como un acto reflejo, incluso hasta la última vez que la vi pasar este verano.
Hace años también recuerdo que en el salón de clases, Julio Hevia, personalidad intelectual que también abandonaría este plano de forma inesperada, nos dijo una vez: “¡Niños! Cuando se enamoren de alguien, no se pregunten por qué están enamorados, sino de qué imagen están enamorados”. Bueno, aquella imagen de Sofía como Medea penetró mi inconsciente y me resultó irremplazable. A pesar de que la vi en otras obras, no pude quitarle la máscara de uno de los personajes femeninos por excelencia (sino es el que más) y me dejó la fuerte impresión de que estaba interpretando el papel de su vida, que se la estaba jugando toda sobre el escenario, que el papel le caía como anillo al dedo y que, como suele suceder con las interpretaciones más memorables, esa Medea no hubiera podido ser interpretada por ninguna otra: todos los papeles y experiencias de vida recorridos por la actriz la conducían a ese momento particular sobre las tablas. Cierto o no, desde mi butaca sentí que ella estaba viviendo un momento de esplendor y gloria.
Fue una interpretación delirante. Hasta ahora llevo su histeria en mis oídos y resto del cuerpo. La verdad es que no recuerdo mucho el desarrollo de la obra –fue hace una década–, pero sí los continuos desdoblamientos de la actriz en una Medea obviamente rabiosa, histérica, indignada por la traición que manifestaba como un grito de guerra contra el asqueroso patriarcado; sin embargo, también era tierna, fiel, seductora y arrecha. Esta es una de las cosas que más recuerdo: ¡cómo se mojaba por Jasón! (¡le salía tan bien!). Un rato después de enterarme de la noticia que, como a todos, me sorprendió demasiado, busqué en Google: Sofía Rocha Medea y me arrojó esta elogiosa crítica, que quizá es el recuerdo que nos llevamos la mayoría que asistimos a verla:
Pero si la puesta en escena es sorprendente, su principal aliada es Sofía Rocha en el papel estelar. ¡Qué puedo decir tras el primer impacto de verla aparecer en el escenario y pronunciar sus primeras líneas! Es Medea en cuerpo y alma, convirtiendo su parlamento en su propia voz. Persuasiva y directa, tan hechicera como la propia antiheroína griega y capaz de sumirnos en su embrujo. No hay palabra que pronuncie que no sea suya. El discurso es convincente, tanto por la adaptación, como por una pronunciación viva, ajena al conocido acento local que muchas veces entorpece el desarrollo de las obras en nuestro medio. No hay rastro de esos vicios en la actuación de Sofía Rocha. Todo lo contrario. Su dicción nos conduce de la mano a los abismos de la tragedia que relata y su tremenda convicción nos hace cómplices suyos. ¡Cuánto gana una puesta en escena cuando encuentra a su protagonista ideal! – Alberto Servat.
Era una verdadera presencia no solo dentro del escenario; su pelo esponjoso, como el de una diosa griega, su porte y esa alegría que suelen compartir la mayoría de los actores y actrices era un imán para los ojos. Pero, sobre todo, su voz. Tenía una encantadora voz gruesa, limpia, transparente; una voz masculina y femenina al mismo tiempo.
Ha sido todo un privilegio para la fantasía verte sobre las tablas y por calles de Lima; sobre todo, conocerte a través de Medea y conocer a Medea a través de ti.
Descansa en paz.