“LA CARTA DE PAOLA”
La carta de Paola era un dislate aberrante, una anomalía temporal. Arturo se quedó atarantado, contemplando la misiva como si hubiera descubierto a qué huelen los colores o qué sonido produce la agonía de los árboles quemados. No se atrevía a rasgar el lacre, pues abrir aquella carta suponía presumir la existencia de los fantasmas, la vida después de la muerte, la resurrección. La arrojó asustado, como si le quemara los dedos. Cayó junto a la gramola. Ella Fitzgerald entonaba “A tisket a tasket” en el preciso instante en que entraba por la puerta su hija, Adriana, enfundada en un elegante traje de noche rosa de la diseñadora italiana Elsa Schiaparelli.De camino a su alcoba se quitó los guantes, del mismo tono chillón que el deslumbrante conjunto ceñido, con la sensual picardía de una bailarina del Radio City Music Hall de Nueva York. Frunció el ceño, contrariada. Su padre no había irrumpido en su dormitorio, como de costumbre, atormentándola con sus monologuistas reconvenciones paternales sobre su disoluto comportamiento.No dejaba de vulgarizarla, llamándola “Flapper”, o sea, comparándola con las “libertinas” jovencitas que se maquillaban en exceso, fumaban, bailaban, bebían y alternaban en fiestas y clubs nocturnos. ¿Qué esperaba? Tenía 23 años y sólo quería conocer gente y divertirse, como cualquier chica de su edad. Ya tendría tiempo para casarse y engendrar niños. Adriana se puso cómoda y cruzó la enorme casona, en pleno corazón de la Gran Vía de Madrid, para reunirse con su padre en el salón. Le sobresaltó su actitud, en pie como una pirámide egipcia, mirando absorto hacia un punto indefinible entre la gramola y el suelo. Allí precisamente había una carta. Debía haberse caído de alguna parte. Se aprestó a recogerla con aire desenfadado, no sin antes abrazar a su padre y besarle en la mejilla. Posó la carta con suma delicadeza bajo una maqueta de la velocísima locomotora británica Mallard, la cual, según le había contado su padre en más de una ocasión, podía alcanzar los 200 kilómetros por hora.
-¿Te encuentras bien, papá? ¡Estás lívido!
Tardó unos segundos en reaccionar, como si buscara en sus archivos mentales el monosílabo correcto.
-Sí, sí, claro… -repuso abstraído-
-Ha llegado una carta, pero debe tratarse de un error…
Por el tono de sus palabras, Adriana coligió que debía examinar detenidamente el sobre blanco y arrugado y descubrir por sí misma el motivo de su zozobra. La recuperó nuevamente de debajo de la locomotora azulona.
-¿Te refieres a esta, la que acabo de recoger del suelo?
Arturo asintió.
-Dale la vuelta y mira el nombre del remitente
Adriana así lo hizo, transida de curiosidad, intrigada con la críptica conducta de su padre. Leyó:
-Paola Gades… -su expresión se tornó curiosa- Tiene que ser una simple casualidad. Es otra persona, por supuesto, pero con el mismo nombre.
-Es la letra de tu madre, pero eso no tiene el menor sentido, porque está muerta y enterrada. El matasellos indica que fue enviada hace dos días.
La afirmación de su padre en lo referente al reconocimiento de la caligrafía de Paola arrojó un jarro de agua fría sobre Adriana. No conservaba recuerdo alguno de su madre. Su coche se salió de la carretera y se precipitó a un barranco cuando ella tenía solo tres años.
Posó las yemas de los dedos sobre la tinta que revelaba la fecha: 19/12/1945
-Sólo hay una manera de descubrirlo.
Antes de que Arturo pudiera disuadirla o azuzarla para salir de dudas, la natural impulsividad de Adriana tomó la decisión por los dos.
James Cagney y la rubia platino Jean Harlow parecían mirarles con indignación retratados en un cartel de la película “Enemigo público”.
Adriana abrió el cierre con un abrecartas precioso; una edición limitada estampada con viñetas del Guerrero del antifaz.
Extrajo del interior del sobre una cuartilla que contenía una miserable agrupación de líneas. Las leyó varias veces, cada vez más incrédula, cada vez más soliviantada, buscando algún rasgo descriptivo de la madre ignota. Enarcó las cejas ante lo inverosímil. Su padre adivinó por ese mero ademán revelador que la autora de la carta era Paola; una misiva póstuma escrita de puño y letra desde lo más profundo e insondable de una cripta en la isla de Tabarca.
En un arrebato de involuntaria rudeza se la arrancó de las manos. Leyó en voz alta:
“Querido Arturo:
Espero que estés bien. No estoy muerta. Enterraste a una amiga mía que me pidió prestado el coche aquel día. Te tenía que haber escrito antes, pero he estado muy ocupada, y entre unas cosas y otras el tiempo ha volado. A ver si te pasas un día a verme y nos ponemos al día”.
Paola GadesC/Carrasalinas 19Ojos negrosTeruel
Durante unos segundos nadie musitó una sola palabra. Cada uno perdido en su propio mundo de reproches, estupor y abstracción. Finalmente Adriana fue quien rasgó la cortina de hielo entre los dos.
Arturo se aproximó a ella y le acarició la nuca con ternura. Adriana, de espaldas a su padre para que no viera que estaba llorando, descargaba su frustración retorciendo una de las 30 muñecas que le había ido regalando su padre cada 19 de Enero por su cumpleaños.
La réplica exacta de la actriz canadiense Mary Pickford cayó rebotando más allá de la gramola. La faz juvenil de la precoz estrella de Broadway se le quedó mirando con sus ojos inertes, como si se compadeciera de su honda aflicción.
-Veinte años, papá… durante 20 largos años he creído que mamá estaba muerta, que, tal y como me contaste, su coche se salió de la carretera y cayó al mar en aquel terrible accidente. Pero ahora –sollozó Adriana- ahora nos envía esa carta… ¡absurda! Esa carta tan extraña… ¡después de 20 años! –alzó la voz histérica-.
Nos mantuvo engañados –prosiguió balbuceando- viviendo una mentira, y ahora, 20 años después –se trabó Adriana en un monólogo ahogado y repetitivo- lo único que se le ocurre decir es que no ha tenido tiempo de avisarnos de que estaba viva, que ha estado ocupada. Nos dice que la mujer que está enterrada en esa tumba de Tabarca es una amiga suya.
Adriana se desligó de su padre cuando él trató de consolarla. Avanzó hacia ella para rodearla de nuevo entre sus brazos. Adriana retrocedió; le detuvo con las manos, confusa, muy alterada.
-¡No, no! Ni se te ocurra hacer eso. No necesito un padre protector ahora mismo. Lo único que quiero es entender por qué mi madre ha esperado veinte años para decirme que estaba viva.
Había tanto dolor en su voz que Arturo prefirió dejarle su espacio para que asimilara lo inexplicable. Adriana se enjugó las lágrimas y huyó despavorida a su dormitorio. Arturo no pudo encontrar una sola palabra que justificara la rocambolesca conducta de Paola. Desconsolada, vacía por dentro, se dejó caer sobre la cama. Ni siquiera reparó en el respingo y el arisco bufido de Bustibel cuando el somier emitió un gañido lastimero. El enorme gato negro, que dormía profundamente sobre una alfombra lanuda de color blanco, escapó asustado con el lomo encorvado y el pelaje convertido en un bosque hirsuto y erizado.
Arturo no lograba conciliar el sueño. Encendió la radio, pero nada funcionaba para disolver de sus pensamientos a Paola. Al cabo de un rato, la voz persuasiva y sensual de una locutora le enganchó durante unos breves minutos en el influjo de su arrullo de sirena: “…el físico suizo Auguste Piccard y su colega Paul Kipfer se convirtieron el 27 de Mayo de 1931 en los primeros hombres que subieron a la estratosfera con un enorme globo de hidrógeno…”
Arturo apagó el receptor cuando pasó a presentar a los cinco tertulianos invitados para departir sobre la épica gesta. Se levantó malhumorado y comenzó a dar vueltas por la habitación como una fiera enjaulada. La contienda contra la vigilia indeseada estaba perdida. Se ahogaba encerrado, no podía dormir y Paola había invadido su mente sin visos de retirada. Volvió a vestirse y cogió las llaves del coche. Eran más de las 4 de la madrugada, pero necesitaba aire fresco, despejar las ideas. Adriana ya estaba profundamente dormida. Arturo se acercó a su cama de puntillas y le besó en la frente. Después abandonó la casa y se montó en su flamante Auburn 851 Speedster blanco descapotable. Condujo despacio a través de las grandes y céntricas avenidas del corazón de Madrid. El aspecto de la ciudad, a esas horas en las que las lechuzas y los autillos salen a cazar, era espectral. No estaba solo, le acompañaba Paola, sentada en la azotea de sus recuerdos:
(“…no estoy muerta, te tenía que haber escrito antes, pero he estado muy ocupada…”)
Arturo conducía sin importarle el rumbo, virando ora a la derecha, ora a la izquierda. Sin propósito predeterminado se detuvo ante los almacenes Château Landon, ubicados en el número 119 de la calle Alcalá. Llevaba las llaves encima, por lo cual estacionó el Auburn junto a la puerta y se adentró en sus dominios. De inmediato se encontró mejor. Ahí estaba su imperio, el boyante negocio que desde hacía 15 años daba de comer a más de 300 empleados. Debía resolver el asunto de Paola cuanto antes, reflexionó enconado, descubrir por qué había regresado del sepulcro 20 años después de su apócrifo entierro. Recordaba a Paola como una mujer transida de ambición desmedida, materialismo y egoísmo. Lo meditó unos segundos y le asustó sobremanera el cociente resultante. Eran cualidades deleznables, pero había amado a aquella mujer, bien lo sabía Dios. Habían sido innumerables las noches que había pasado llorando su muerte espuria. Tan pronto como despuntara el alba, se prometió, iría a visitar a su amigo y socio Venancio Marín. Le pediría que se pusiera al frente de los almacenes durante unos días. Él tenía que ausentarse para viajar a Teruel y reencontrarse con un fantasma del pasado, decidió, mientras ojeaba sin verdadero interés un libro sobre la vida del rey Zog de Albania, quien huyera del país en 1939 tras la ocupación de la capital por las tropas italianas.
Adriana salió de casa como una exhalación. Llegaba tarde a su curso de preparación para dirigir algún día el deslumbrante hotel Verbania, propiedad de su todopoderoso padre. Arturo la vio cruzar el pasillo como un vendaval. Ni siquiera reparó su hija en que estaba acostado, quebrantando así su promesa de madrugar para acudir al encuentro de su socio. La mañana le sorprendió acurrucado entre las sábanas como un lirón. Se levantó alterado, con la sensación de haber hibernado durante meses. El claror que penetraba a través de las translúcidas cortinas de color gris tornasolado le indicaba que el día hacía horas que había comenzado su singladura. Le dolía la cabeza terriblemente, como si fuera un tambor que hubiera aporreado sin descanso la banda municipal. Se dirigió a la cocina. Sobre una preciosa mesa de caoba ovalada, estampada con escenas de “El jardín secreto”, una novela para niños escrita en el año 1911 por la británica Frances Hodgson Burnett, Adriana había dejado a medio consumir un café frío y pan tostado. Tendría que esperar a su regreso para hacerle partícipe de sus planes. Decidió entonces que desayunaría fuera de casa. Ya había perdido demasiado tiempo holgazaneando. Se vistió deprisa y salió en dirección a la calle Toledo, donde vivía su amigo Venancio Marín.
Eloisa le hizo pasar y le acompañó en el salón durante la media hora larga que Venancio tardó en regresar de su reunión con los directivos de Wurlitzer. Al parecer, le explicó la esbelta y arrogante mujer que se sentaba frente a él, clavándole en las pupilas una mirada de altivez, su marido quería adquirir una de esas tragaperras musicales que hacían furor en los Estados Unidos. Metías una moneda y podías escuchar tu canción favorita. Arturo no estaba para pamplinas ni para mostrarse agradable con gente que no le agradaba especialmente. Se limitó a sonreír con estólida candidez. Nunca entendería por qué un hombre apuesto y emprendedor como Venancio había caído tan bajo, casándose con aquella cotorra de belleza trasnochada tan pagada de sí misma. Cuando irrumpió en el salón con sus zancadas de sargento Arturo vio el cielo abierto. Con gran cortesía se despidió de Eloisa y se encerró en un despacho con su amigo, donde la conversación que mantendrían quedaría a salvo de los oídos omnipresentes de la arpía y ociosa esposa aburrida.
En pocas palabras le habló de su estupefacción cuando leyó la carta de Paola. Venancio casi se atragantó con el whisky que estaba tomando. Le miró perplejo y se atusó el negro bigote rizado.
-Tienes que andarte con cuidado, amigo mío –le previno con solemne afectación- No sé qué pensar –caviló en voz alta-. Esa mujer busca algo, es evidente. De otro modo no se habría puesto en contacto contigo después de dos décadas. Poco le ha importado que hayas vivido tanto tiempo pensando que estaba muerta. Ahora ha decidido romper su silencio y te cita como si tal cosa. Además, dice muy poco a su favor que ni siquiera haya preguntado por su hija.
-Lo sé, lo sé… imagínate cómo se lo ha tomado Adriana.
-Me hago cargo, amigo mío, me hago cargo.
Venancio volvió a recomponer su bigote artístico y caminó errático por el despacho, acaso barruntando especulaciones deslavazadas.
-Por supuesto –prosiguió- me haré cargo de todo mientras estés fuera. Puedes marcharte tranquilo, pero por favor, hazme saber cómo ha resultado tu reencuentro con Paola. Admito que se trata de un asunto inquietante y espeluznante.
“OJOS NEGROS”
Pararon a desayunar en “La mandrágora roja”, una pequeña y desértica taberna a menos de 10 kilómetrosde Ojos negros. Un hombre adusto entrado en años les indicó cómo llegar hasta la vecina localidad. Adriana, sentada con Bustibel en su regazo, leía una nota de prensa en un periódico local.
-Gabriela Mistral, la poetisa chilena que ganó el pasado Premio Nobel de literatura… esto es nuevo Adriana. ¿Desde cuándo te interesa a ti la literatura? –Comentó Arturo de muy buen humor-
-Desde este preciso instante. Cualquier cosa me sirve si me hace olvidar por unas horas por qué estamos en este pueblo perdido en medio de ninguna parte –protestó enfurruñada. Adriana estaba enojada. Su padre le había rogado que le acompañara en aquel viaje incierto. Tendría que dejar las clases durante dos o tres días. No era mucho, pero la perspectiva de encontrarse con su madre “resucitada” le suscitaba emociones que iban desde el temor a la rabia, pasando por el desdén y el desánimo. No podía negar, sin embargo, que le entusiasmaba la idea de pasar más tiempo con su padre, a quién adoraba por encima de todas las cosas. Apenas le veía, pues andaba siempre enfrascado en sus negocios.
La carretera se encontraba en un estado lamentable y el Auburn daba tumbos como un jumento enfermo. Ojos negros ya aparecía al fondo: un villorrio de pequeñas casas blancas inmersas en un paraje de eriales, campos de labranza, unas salinas de tierra muy oscura y valles de tonalidad cetrina. Bordearon las faldas de unas rugosas montañas pardas, en cuya cúspide se erigía un “rebaño” de molinos de viento en evidente estado de abandono. El paisaje no podía resultar menos atractivo.
-Ya estoy echando de menos Madrid –se quejó Adriana-
Arturo se retiró de la frente los finos cabellos rubios que el viento se empeñaba en enmarañar. Contempló a su preciosa hija con sus bondadosos ojos verdes.
-Regresaremos pronto, pero necesitamos ver a tu madre y averiguar por qué nos ocultó que estaba viva. Algo debe querer –rememoró la advertencia de su amigo Venancio-.
-No sé si quiero verla, no siento nada por ella. Para mí es una desconocida –musitó Adriana, temerosa de la reacción de su padre-
-Es lógico que pienses así, no te culpo. Eras sólo una niña cuando nos abandonó –concedió Arturo-
-¿Aún la quieres? –inquirió de sopetón Adriana. Arturo no estaba preparado para acometer una pregunta tan directa y sencilla a la vez. Le llevó unos segundos responder.
-Ya no lo sé cariño, si te soy sincero, te juro que ahora mismo no sé lo que siento por tu madre. La quise mucho, pero ahora… casi había olvidado su rostro –dijo en tono de evocación-
En un pequeño colmado pegado a la iglesia parroquial le dijeron a Arturo que la calle Carrasalinas quedaba a las afueras del pueblo. No sentía la menor curiosidad por callejear y visitar Ojos negros, por lo cual regresó al coche, donde esperaba impaciente Adriana.
-¿Qué te han dicho? –disparó nada más verle-
-Está en las afueras. Me han dicho que es una única calle y que se ve enseguida.
-Seguro que es tan deprimente como el resto del pueblo –opinó Adriana hastiada-
-¡Anímate, cariño! –Le hizo cosquillas su padre, algo que siempre le hacía reír a carcajadas hasta que se le saltaban las lágrimas- Estamos de excursión.
-¡Basta, para ya, pulpo! ¡Quietas las manos!
Arturo había logrado su propósito. La faz de su hija demudó milagrosamente. El resto de la travesía estuvo marcada por las bromas y conversaciones mundanas que les contagió de jovial alegría y buenas vibraciones.
“EL SANTUARIO DE LAS ROSAS NEGRAS”
Más allá de las salinas, entre campos de cultivo improductivos y naves industriales ruginosas, donde trabajaba una cuadrilla de soldadores con herramientas de la “Edad del Bronce”, se abría paso una ancha avenida de tierra dura, poco menos que una vía agropecuaria.
Las casas, edificios y locales de la calle de Carrasalinas tenían pintados los números con tizne de carbón o alquitrán. Arturo buscó el número 19. Algunos lugareños, trabajadores de la siderurgia, salinas y campos se les quedaron mirando, sin duda preguntándose qué harían por allí la bellísima muchacha del cabello casi albino y el ricachón que le acompañaba, todo orgulloso y peripuesto. Arturo había dejado el Auburn al principio de la calle, donde un corrillo de niños y menesterosos se había aglutinado admirando el fascinante vehículo descapotable. No tuvieron que caminar muchos metros Adriana y su padre hasta su destino.
Había una plancha de hierro oxidado clavada en el altísimo muro de piedra tosca y blanca. El número 19 correspondía al Santuario de las rosas negras, según pudo leer Arturo en el rudimentario cartel decadente. El recinto tras la inexpugnable muralla parecía colosal, totalmente circuido y apenas visible por la maraña inextricable de hiedras, cañas de bambú y árboles de hasta 30 metros de altura, tales como cipreses, chopos, pinos y cedros. Pendían en caída libre hacia el exterior montones de matojos y ramos de rosas negras artificiales que conferían al santuario un halo como de siniestro cementerio en ruinas. Las puertas de chapa gris y textura rasposa tenían una gran aldaba que en algún momento debió estar recubierta de un baño de plata. Se trataba de un puño cerrado que asía entre los dedos un globo terráqueo, como si tratara de triturarlo, donde en vez de océanos y continentes había soles y lunas. La finca daba la vuelta a toda la manzana y se burlaba del tamaño irrisorio del resto de las edificaciones anejas.