Vivimos como ordinario lo que no hubiésemos soportado hace tan sólo 20 años.
He aquí la esperanza y la tragedia expuestas sucesivamente:
La esperanza: Nadie que quiera seguir con vida negaría hoy en público la igualdad entre hombres y mujeres, nadie que no quiera ser incluido de fascista negaría los derechos de los homosexuales, nadie puede obligar, por lo menos formalmente, a otro a trabajar más de ocho horas al día, nadie que no conste entre los militantes de Le Pen o los hagiógrafos de Trump diría que el estado de bienestar es algo innecesario. Nadie. Todos somos orgullosos herederos de las revoluciones burguesas de 1789 y de 1848.
Pero ¿Y si os dijera que nosotros que queremos esos derechos, los destruimos como conquistas?
El derecho solo es la fuerza del primer poseedor, transferido luego generosamente a los demás como pacto social que me defiende de las hordas enemigas, diría Rosseau.
La tragedia: Todos apoyamos la primera parte de esa frase, y abolimos la segunda:
Es decir, hemos vuelto a las cavernas imbuidos de un barniz democrático, pero no somos demócratas.
Acusación grave, demostración sencilla: En Europa domina la derecha, que no es el diablo, sino partidos que por tradición suprimen la novedad, son enemigos de que en la comunidad reine la equidad y el reparto justo de los bienes.
Todos nosotros deseamos estas jaujas, pero votamos a los partidos que eliminan esto. ¿Por qué? No, en serio… ¿Por qué? No elegimos cuando votamos, no seamos ilusos. Elegimos paulatinamente con miles de elecciones: queremos sanidad para todos pero aceptamos la mierda de las leyes de segregación fiscal.
Todos queremos ser libres, pero nos dejamos poner el yugo voluntario de una cuenta bancaria, sabiendo que esta elección entroniza el éxito del dinero, perpetuando la esclavitud del valor, que unos céntimos de cada cuenta se emplea en fabricar fusiles para derrocar dictaduras que pusieron nuestras doradas democracias…. o para hacer lo contrario.
Somos lo contrario de lo que hacemos. Esto tiene un nombre. Se llama esquizofrenia.
El que no es doble y no esté en perpetua guerra consigo mismo es un maldito asceta.
El hombre congruente, de una pieza, no es interesante, no es comunidad. El sano es un extranjero. Cada decisión, en una perpleja red de publicidad para alimentar al Señor Feudal del valor, compone, en suma, un voto por persona, si es que queda algo de la antigua unidad personal en la actual diversidad comercial.
No somos demócratas, ni hombres, somos soldados, a las órdenes de un mando tan público que está escondido, tan omnipresente que ya resulta invisible.
¿Recordáis cómo era la vida cuando este poder tenía menos fuerza?
Yo ya no me acuerdo, y por eso solo parece real este presente contaminado de perpetuo cambio, de renovada irrealidad.
Somos soldados del valor monetario, vestidos de una pandemia que ha hecho de nuestra piel, uniforme… lo llaman seguridad, pero yo creo que es impuesta animalidad, porque nos cortan y no nos levantamos, nos llenan de cargas insoportables y sonreímos, nos ponen en el fondo del agua, debajo de las olas para que los que nos oprimen puedan respirar y no nos conmovemos. Hemos aprendido a respirar lodo para que nuestro verdugo goce de la luz del día, y así lo miramos y lo elegimos, pero ya no lo vemos…. porque lo omnipresente es una forma de lo invisible.