La niña abandona las bambalinas por la soledad del escenario y cuenta, cabizbaja, los pasos que la llevan frente al atril. En el salón resuenan murmullos de último momento, carraspeos secos, alguna voz infantil, un papel que se dobla, que se guarda. La niña tiembla por dentro mientras acomoda el violín entre el cuello y la barbilla, los inclinados ojos observan al ras el instrumento, la superficie tostada y brillante, curvilínea, con aristas y suaves dunas. Las cuerdas se fugan en perspectiva cónica hacia el otro extremo, donde la mano izquierda sujeta con firmeza el astil. Los dedos recorren las cuerdas, las reconocen, acarician sus distintivas cualidades; su naturaleza tensa y metálica le transmite la tranquilidad necesaria, la cotidiana complicidad. La luz cenital se derrama sobre el escenario, sacando cálidos reflejos a las tablas del parqué. El pentagrama reposa en el atril como una gaviota con las alas abiertas, dispuesta a alzar el vuelo. El arco se acerca a la segunda cuerda y arranca de ella un fa sostenido, algo ronco, que acalla el salón.
Una niebla de talco, tenue, próxima, diminuta nevada, envuelve la zona de contacto, allí donde la crin se desliza sobre la cuerda. La fricción calienta el material, su densidad se transforma sutilmente, leyes de la física, la calidad del sonido se afirma, ahora es un si bemol fugaz, en semicorchea, el brazo se anima y empieza a hilvanar notas que salen despedidas de la parrilla de sirga en rápida sucesión. La mano aumenta el ritmo, su cadencia de vaivén se acelera y por momentos se hace frenético. Vibra cada cuerda haciendo suyo el pentagrama, procesándolo en notas singulares que, todas juntas, hacen un todo más allá de las partes. La niña absorbe con la mirada el código ideográfico y crea un puente en arco voltaico desde la partitura hasta sus ojos negros. La caldera de un cerebro en ebullición transmite en impulsos nerviosos órdenes precisas, milimétricas, a cada brazo, a las muñecas, al dorso de la mano, a los esbeltos dedos, a cada falange y articulación, a cada fibra muscular. El arco baila sobre las cuerdas en un paradigma de amor fecundo, alumbrando un ejército de blancas, negras y redondas, silencios, con abundancia de corcheas y semicorcheas que nacen pequeñas, arrugadas y lineales, ondean un momento en el aire próximo, dadas de la mano, antes de expandirse por el auditorio como las moléculas de un gas, abarcándolo en su completa oquedad, haciendo vibrar el espacio desde su naturaleza ondulatoria y matemática y multiplicándose en tantas réplicas como oídos hay.
Ya nadie ve la delgada palidez de la niña que ejecuta la pieza para violín en el escenario, ni siente la presión del asiento en las posaderas , ni sabe del vecino, ni le molesta la cabeza impertinente de delante, ni siquiera piensa: el auditorio está lleno de orejas enormes , radares carnosos ocupados en recoger la melodía prodigiosa que danza en el aire. Ahora es zumbido de abeja, gota de lluvia, olor, ahora ronquido de borracho, llanto, viento, eco, silencio, ahora es luz, ahora sombra. Las notas giran sobre sí mismas en vertiginoso remolino, la mano es más veloz que la vista, el arco marca trayectorias imposibles y los dedos revolotean sobre el astil en orbitales indeterminados, la cabeza sube, baja, se ladea, un mechón se ha escapado del rígido peinado; en la frente inclinada minúsculas gotas de sudor marcan los poros, la mirada despega a ras de las cejas en busca de más combustible y el acto final es un estallido de color, fuegos artificiales que iluminan el sonido antes de la penúltima nota, rotunda, y del silencio final.
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