Los libros de artículos de Miguel de Unamuno son siempre así. Lo vemos avanzar, recular, darse testarazos contra los conceptos, idear paradojas, protestar de que los lectores las consideren paradojas, afirmar algo para después negarlo dos o tres textos después, exaltarse, serenarse, encender luces para de inmediato teñirlas de sombra y, en fin, dejarse llevar por el hilo del discurso hasta que se le corta, se le agota o se le tuerce. En Soliloquios y conversaciones nos encontramos con los mismos procedimientos.
La sensación que queda es la imagen de un líquido que no se resigna a mantenerse calmado sino que salta en calientes borbotones. Y no creo que al escritor vasco le molestase esta definición, en caso de haberla leído. Unamuno toma la punta de un hilo y, con una absoluta falta de plan expositivo, va enlazando citas, reflexiones y posibilidades. Le sale así un discurso que carece de método y que lo mismo se introduce por senderos convincentes que por trochas atrabiliarias. Lo mejor de este mecanismo argumentativo: la sensación de frescura y de humanidad que sus líneas desprenden. Lo peor: que no consigues tomártelo del todo en serio, porque le ves las costuras.
En medio de un maremoto de ideas ortopédicas, refractarias al rigor y a los cauces de la linealidad, Unamuno nos habla de sus filias y fobias ("Aborrezco a los hombres que hablan como libros, y amo a los libros que hablan como hombres"); opina sobre la auténtica misión que debe tener un pensador o un filósofo ("Hay que sembrar en los hombres gérmenes de duda, de desconfianza, de inquietud, y hasta de desesperación"); nos resume sus opiniones literarias ("Homero o Shakespeare son más modernos que los más de los escritores vivos que hoy pasan por más modernos [...]. Moderno viene de moda, y tú debes huir de las modas"); nos interroga sobre la actualidad periodística de su tiempo ("¿Es la prensa la que engendra esa insana curiosidad pública a la busca siempre de espectaculosidades y de fútiles informaciones, o es el público el que exige eso de la prensa? Yo creo que se corrompen mutuamente"); se adelanta a teóricos como Ortega y Gasset o Bauman ("La muchedumbre es líquida y no sólida"); o se rebela de una forma estruendosa contra la "vulgocracia" que, en su opinión, está destrozando el mundo del pensamiento y la creatividad.
En suma, nos ofrece el espectáculo siempre cambiante y siempre llamativo de sus argumentaciones de energúmeno (en el sentido que le concedió Julián Marías: el que lleva un demonio dentro y se siente agitado por él y habla con sus voces), que nos seducen, nos asombran, nos repelen, nos convencen y nos irritan. A veces por separado y, a veces (otra paradoja), todo a la vez.