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No te he hablado de cuántas noches nos quedamos dormidas antes de la medianoche en las tierras negras. Había tambores como sonido de lluvia, pero eso solo fue en el afuera. Como los pescadores, nos deshicimos de nuestras ropas y nos metimos hasta la cintura en la ciénaga: el tacto del fango en la piel es como un regreso al útero. El mohán predijo una pesca insulsa y así fue: un chango y una jaiba, a orillas del mar más tarde, en los brazos de un hombre tatuado entre las cejas. Qué raro es hablar de algo que ocurrió hace tanto tiempo. He repasado las hojas de cuaderno para encontrar qué decir sobre La Boquilla y los veinte días de pura inercia entre los caminos de tierra y las cintas de colores prendidas de un ventilador, pero después me he preguntado que por qué es necesario decirlo todo. La Boquilla fue la tierra negra. Lo demás, no importa. O sólo importa esto: la silueta de J acercándose, con los brazos abiertos, moviéndose sinuoso como pantera, bailando bullerengue con el sombrero volteado, bailando, muy cerca, bailando como la sangre negra se mueve a veces, y las canciones de velorio y tambor en la playa.
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No te he hablado de las selvas y las costas más arriba, hacia el norte. Sobre la gran roca en las orillas de Arrecifes –olas gigantes- encontramos las huellas del caimán. Seres de agua. Los ojos de la selva: los ojos amarillos de los zorro chuchos, los ojos de diamante de las arañas sembrando el piso como tesoros, el gran ojo luna llena auspiciando la luz nocturna. A caballo recorrimos los cañaverales, la tundra, las siete costas, a caballo subimos y bajamos entre las rocas y J me mira con los ojos dulces y escucha la historia de quién soy. Otra vez esa mirada de animal escondido en él. J también fue ojos, y sobre todo fue escena, fue teatro. Entonces entendí que el baile de J, y aquel otro J sobre la montura son la misma cosa: la posesión del movimiento o el puro cuerpo poseído.
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No te he hablado del agua en la Montaña. No lo haré: sobre aquello ya lo he dicho todo.
“Busqué el agua helada bajo el chorro de ducha y me di cuenta de que olía a quebrada. Busqué el agua helada en los contornos de los viejos puentes, busqué sobre las palmas, bajo los párpados, busqué el agua helada asumiendo que el mediodía podía habérmela arrebatado, cómo no, si esto es la selva, aquí mandan los verdes y los insectos dorados. Busqué y encontré lluvia.”
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No te he hablado de un Santander sin tiempo; por eso Barichara fue un pueblo de abandono y cine francés, pero eso los libros de geografía no lo saben. Recorrimos Boyacá y sus cumbres peladas y de entre las fuerzas telúricas decidí aceptar que la magia forma parte del camino. De alguna manera dejé que la corriente de los días me atrapara y recorrimos los pueblos de alrededor a pie y nos tomamos fotografías como turistas. Villa de Leyva: tan lindo y tan mediterráneo que sentí en la piel la sal de un mar a diez mil kilómetros de distancia.
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Bogotá volvió a ser libros.
Bogotá fue reencuentro con los poemas de José Hierro.
Bogotá volvió a ser encumbramiento de un amor-odio.
Bogotá volvió a ser desposesión de uno mismo.
Bogotá volvió a ser luz o visión nítida.
Bogotá fue el inicio de un nuevo camino.
Nos agarramos a las bufandas y nos dejamos ir.
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No te he hablado del desierto y de las estaciones todavía, ¿no es cierto? Encontramos laberintos de barro en la Tatacoa, al costado de una ciudad terrible, dolorosamente fea, gris espanto. Venía arrastrando una crisis de belleza inconfundible: comencé a malgastar energía en desear una Barcelona lejana, una Barcelona mujer con cafés de puerto y terrazas recién amanecida. No fue por la nostalgia de lo ya sucedido, porque para eso poseo la escritura y los cuadernos, sino por los ojos que sufren. Definitivamente, Colombia fue un país de ojos (o es que a estas alturas, al otro lado de la frontera, yo me he convertido en solo ojos, el ojo que mira desde atrás como hablábamos tú y yo, Maga, y ahora no puedo sino explotar aquella imagen, del mismo modo que he tratado de escribir hasta agotarlos los sonidos de lluvia y las formas del recorrer del agua).
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Entonces llegó Cali.
Y rompió todo adentro.
Y nos regalamos amor porque sí
Y nos dijimos sobre autobiografías
Sobre sincronías
Sobre las crisis
Sobre mi crisis
-creativa, natural, mortal-
Entonces llegó Cali
Y a ráfagas sonó el río Pance
Y dormimos a su costado
No hay luces, sino de lejos
Pero el sonido, sí,
y hubo historias que inventamos de noche
y hubo un viento de los antiguos en nuestro tejado
y hubo deseos inconfundibles
de quedarme
de hacerme hueco
de poseer el barrio de San Antonio
de dibujar
de escribir
de crear
de conocer
de besar
de quedarme al fin y al cabo
anclada
en una ciudad aún dormida.
Y no supe de los homicidios en Cali
Y no supe de los ñeros
Y no supe de los robos en el centro
Pero sí nos quedamos dormidos en la hamaca hasta que llegó la lluvia
Sí intentamos hacer fuego pese a la tormenta
Sí bailé con tantos desconocidos
No recuerdo nombres pero sí los ritmos de cada uno, todos propios
Sí conjugamos los verbos en presente
Sí abrimos caminos
Como puzles
-escribirse a uno mismo, instante presente,
geografía oculta de la lengua-.
Cali fue como recuperarse de una gripe larga
De los músculos cansados
De la fatiga
De la inercia
Porque hay ciudades con las que uno hace el amor en la primera mirada
Y Cali es de esas.
Ciudades que son como una casa de gatos
Ciudades que abren por fin caminos
Hay flujo, hay pistas
Y
Yo
Las
Sigo
Ciudades de fuego primigenio
Como el de C, un fuego abatido
Por su color de piel próximo a la roca
O por los labios color lila
O por la posibilidad de arte
Que aún no existe
Pero que explota como volcán ausente
(en cuestión de energías no suelo equivocarme)
O por la tormenta eléctrica
adentro de una carpa
arriba del cementerio indígena
mandalas de colores en los árboles
hubo augurios de una vida larga con quebranzas de salud hacia los sesenta
hubo muertos en la carretera
como el peso de un tsunami sobre mi cuerpo
Cali: mía
Cali fue esto: entender que en algún lugar hay respuestas
Pero que lo que importa no es eso.
Es la búsqueda.