En ciertos casos -raros, aunque no mucho- la mayor cordura consiste en seguir la inspiración y el impulso de lo que corrientemente se llama locura. Si tomamos en cuenta las diferentes acepciones de esta mal afamada y calumniada palabra, podría avanzar un poco más todavía y afirmar que las formas más admiradas del esplendor vital no son sino chispazos de demencia.
La pasión amorosa es pura insensatez para los frígidos y los eunucos. La osadía, tanto física como espiritual, es para los mediocres, que son mayoría, nada más que desvarío. El entusiasmo, y muy especialmente el entusiasmo poético, parece acceso de furor o delirio a quienes viven según ordinaria administración. No hay por qué recordar que el mismísimo cristianismo, según el decir de San Pablo y de los más grandes místicos, no es sino la locura de la cruz.
Cuando un hombre recobra la salud hasta el punto de no caer nunca en ninguna de tales crisis de demencia, puede renunciar a la vida, porque la vida humana, sin el amor, la osadía, el arte, y sobre todo, sin fe, no es más que una partida contable y fisiológica que no vale la pena registrar y mucho menos prolongar.