Revista Cultura y Ocio

Sólo una condición – @hipst_eria

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

El sábado había amanecido nublado, pero en el cielo no había tantas nubes como en su cabeza. Al menos no tan espesas.
“Llueve, sabía que iba a llover. Llueve Madrid y él no está”. Había pasado casi un año desde que se separaron y no había dejado de pensar en él, no siempre con las mismas emociones, pero no lo olvidaba, sobre todo los fines de semana de lluvia, mientras se desperezaba en la misma cama donde pasaban los días lluviosos entre risas, susurros y caricias, en la misma cama donde se amaban al son de la maravillosa música compuesta por Michel Legrand para “Los Paraguas de Cherburgo”, su película favorita que veían una y otra vez, mientras se abrazaban emocionados y discutían sobre las carambolas del destino. Siempre decían y se prometían, que al contrario que en la película, si una vez separados, el destino les hacía reencontrarse, dándoles otra oportunidad, no iban a desaprovecharla y no tomarían otro camino que no fuera el que les acercara el uno al otro por difícil que éste fuera. “Qué ilusos, como si fuera tan facil”.
Pero el destino, demostrando que es infalible, más caprichoso que ellos o quizás para ponerlos a prueba, se empeñó en separarlos, poniendo una distancia de por medio, que el amor que se tenían no pudo salvar.
“Siempre le echamos la culpa a las circunstancias o al destino, pero éste no sabe de cobardias, de dejadez y de debilidades”, pensaba.
Y así la distancia iba haciendo mella, debilitando poco a poco la relación, hasta que él encontró a otra persona a la que amar en carne y hueso. “Maldita distancia, maldita piel hambrienta de caricias, maldito tú porque te fuiste y no estás aquí conmigo viendo por enésima vez “Los Paraguas de Charburgo”, emocionados y abrazados, mientras se inunda el cesped, se empañan los cristales con el calor que desprenden nuestros cuerpos y comemos chuches de mora. Maldito tú qué no me besas dulce, ni me muerdes suavemente los labios, mientras diluvia, ni me apartas de la cara los mechones rubios que tanto te gustaban, ni me susurras emocionado al oido: “Mi hermosa Deneuve, mi pequeña y dulce Geneviève”.
Cómo pueden dos personas que se han querido tanto convertirse en dos extraños. El amor deja posos, pero el resentimiento los vuelve espesos y el orgullo los endurece. Tanto, que casi un año después de aquella monumental bronca y decirse adiós para siempre, y a pesar de que lo recordaba casi a diario, no sabía nada de él, ni lo había intentado.
Pero hoy, no sabía por qué, ese resentimiento se diluía y lo recordaba con inmenso cariño. “¿Será el tiempo, que además de poner distancia ablanda los corazones, serán las lagrimas que ablandan esos posos, o será la lluvia de Madrid  que los disuelve para siempre?”.
Lo cierto es que allí estaba, viendo llover desde la misma ventana, pero con otra perspectiva. Viendo como la lluvia tenía destellos de colores provocados por las luces del alumbrado navideño, unas luces que lejos de desanimarla, recordándole las ausencias de estas fechas, le animaba a pensar en los posibles reencuentros.
Y se echó a la calle, se puso la gabardina que tanto le gustaba a él, su lazo negro en el pelo y sus botas rojas para el agua. Y se dispuso a mojarse, a saltar en los charcos, a desprenderse de todo lo negativo y de su tristeza, y a embriagarse de nuevas energías, en un ritual simbólico en el que el agua, purificadora, era la protagonista.
Pero la nostalgia o el olor a hojaldre horneado o quizás el destino, la llevó al Viejo Café, a su cafetería preferida, donde desayunaban juntos todos los fines de semana, y que no había vuelto a pisar desde entonces, en un vano intento de cerrar puertas al pasado, a todo lo que le recordara a él.
Pero hoy sí, se sentía liberada y le apetecía atravesar esa puerta y disfrutar de ese café que tanto le gustaba, y uno de sus exquisitos croasants de mantequilla, mientras veía llover Madrid por la ventana y se embriaba de ese olor que tanto y tan bonito le recordaba. Si, con una sonrisa, porque “lo que somos es el resultado de lo vivido”, y porque se negaba a pensar que pesaban más los recuerdos negativos, que todo lo bueno que se había experimentado y sentido.

“Hola Eva, por fin”, le dijo el camarero como si la esperara. Y mientras ella le respondía y dedicaba una sonrisa amistosa, como si hubiese sido ayer la última vez que había estado allí, éste le señalaba con la mirada la mesa en la que ambos se ponían. Pero la mesa no estaba vacía, estaba Él, mirándola y sonriendo, acompañado, pero sólo de un café y un libro.
De pronto dejó de cantar Sade, y como por Arte de magia, o del caprichoso destino, o de su corazón que con sus latidos animaba a Michael Legrand a tocar las notas que compuso para su película favorita, éstas empezaron a sonar y a ponerle banda sonora a un cruce de miradas y sonrisas limpias, por las que el tiempo no había pasado. Una misma banda sonora pero que presagiaba otro final, el que siempre se habían prometido.

– Hola Mario, ¿Qué hacés aquí?
– Te esperaba dulce Geneviève.
– ¿Desde cuándo?
– He venido todos lo sábados durante los últimos meses, tentando al destino a que me dejara escribir nuestro propio final, ¿Te acuerdas?
– ¿Dónde has estado todo este tiempo?
– Soñando contigo, ¿Me acompañas?

(Ambos sonríen mientras sostienen sus miradas unos segundos, por los que pasan todo lo que habían vivido, olor a mora incluido)

– Sólo una condición.
– ¿Cuál?
– Quédate para siempre.

[ Dicen que los finales felices siempre se escriben con una hermosa música de fondo, pero sólo si sonríes ]

[ Les parapluies de Cherbourg ]

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