Revista Salud y Bienestar
Llevo una temporada sin poder dormir bien: tardo en conciliar el sueño y, cuando lo logro, me despierto cuatro horas después con los ojos abiertos y sabiendo (no me pregunten cómo) que cualquier intento de recuperarlo está condenado al fracaso. Me pongo nervioso, doy vueltas en la cama y, al final, me levanto sin hacer ruido para no molestar y me voy al salón a ojear un libro sin atención o a alienarme con los programas que repiten las televisiones de madrugada. Aparentemente, carezco de preocupaciones especialmente graves, y últimamente tampoco he cambiado mis hábitos. De modo que paciencia y a barajar, me digo: ya pasará. Pero no actúo en consecuencia. Como considero que no puedo permitirme estar a medio rendimiento y bostezando, desde hace días me tomo una dosis mínima de un ansiolítico de uso corriente, una droga leve y casi familiar que sirve para gestionar la ansiedad difusa. Lo he hecho otras veces: me la receta el médico, la tomo durante algún tiempo y, poco a poco (quiero pensar que no solo por efecto del fármaco), el sueño y la tranquilidad regresan.
He recordado el libro de Huxley a propósito de un impactante vídeo ('El marketing de la locura') que puede verse en YouTube
Supongo que no actúo de modo distinto a mucha gente. Nos hemos acostumbrado a usar la química para los menores trastornos psíquicos, un poco como los ciudadanos del Estado Mundial de Un mundo feliz (1931), que recurrían al ubicuo soma para combatir el tenue vacío que experimentaban de vez en cuando. Quizás algunos lectores recuerden que en la era de Ford (equivalente al 2540 gregoriano), era el Gobierno el que fomentaba el uso del fármaco como método de control social a través de la inducción de sensaciones placenteras. El soma se tragaba (un gramo bastaba para el fin de semana) y hacía efecto rápido. Y, sobre todo, servía para todo y para todos.
He recordado el libro de Huxley a propósito de un impactante vídeo (El marketing de la locura) que puede verse en YouTube. En él no se dicen cosas que no se sepan, pero se dicen -con abundante carga dramática- todas juntas. La más importante es que en los últimos años se ha multiplicado exponencialmente el número de trastornos que han pasado a ser considerados "enfermedades mentales", y que ese aumento tiene mucho que ver con la mercadotecnia de las grandes corporaciones farmacéuticas. En el campo de los trastornos psíquicos no existe nada más difuso que lo que se conoce como ansiedad y depresión. En ellos cabe casi todo: desde el luto o la tristeza (me ha dejado mi pareja, murió mi padre, me he quedado sin trabajo) al abismo negro del que no puede salirse sin ayuda técnica y que ha sido tan bien descrito, entre otros que lo padecieron, por William Styron (Esa visible oscuridad). Ese universo impreciso es el que ofrece oportunidades de mercado ilimitadas para quienes saben aprovecharlas.
Trastornos leves y universales que ocurren en el curso de la vida (lo que Freud llamaba "desdicha común" para distinguirla de la "desdicha neurótica") son ahora convenientemente redefinidos y convertidos en enfermedades por los departamentos de marketing de los laboratorios, según la estrategia de convencer a la gente de que el sufrimiento normal es patológico o de que los síntomas leves son, en realidad, graves. Y de que, desde luego, ellos tienen el remedio. Eso cuando no se recurre, directamente, a promocionar la medicación "preventiva". Por supuesto, las campañas, destinadas a multiplicar las ventas del medicamento, precisan complicidades, y en ellas participan también algunos profesionales de la medicina. En definitiva, como ocurría con el soma, lo que se oferta es felicidad encapsulada. Y funciona: estremece saber que hoy consumen antidepresivos el doble de estadounidenses que en 1996. Hemos medicalizado nuestra vida psíquica porque nos repiten interesadamente que estamos enfermos. Y porque cada vez soportamos menos la contrariedad, el sufrimiento y la espera.
De El País.