Por Pedro de la Hoz
La generación que me precedió creyó que los mau mau eran los malos de la película, que los Halcones Negros se hallaban amenazados por el peligro amarillo y que tras la Cortina de Hierro una horda de mujiks enfurecidos pretendían borrar del mapa a la cultura occidental. Una estrella de cine respetable debía mostrar el cabello lacio y los ojos claros y las actrices negras estaban destinadas a representar papeles en la servidumbre doméstica. Los tambores africanos, las arpas llaneras, los violines chinos y las quenas andinas eran, cuando más, meras referencias folclóricas.
A partir del siglo XX, con el desarrollo de la radio, el cine y la televisión y la industria del entretenimiento, los medios masivos de comunicación tuvieron una influencia decisiva en la formación de gustos, patrones y modelos estéticos, asociados al ejercicio de la hegemonía.
Ahora, en tiempos de globalización, este fenómeno ha alcanzado proporciones insospechadas, pero también ha generado instancias de resistencia y demandas de respeto hacia las identidades de los pueblos, que apuntan a la aceptación de la diversidad cultural y la necesidad de diálogos e intercambios en pie de igualdad.
En Cuba no estamos ajenos a esta situación planetaria. Por una parte somos hijos de la llamada civilización occidental, pero por otra, y eso lo hemos aprendido mucho más luego del triunfo revolucionario, somos hijos de un proceso de la transculturación de afluentes africanos, europeos, y de culturas originarias comunes a la cuenca del Caribe.
A esa fragua contribuyeron en los dos últimos siglos inmigrantes asiáticos y antillanos. Poseemos un sentido de identidad y pertenencia —que debemos cultivar en las generaciones presentes y futuras— para nada congelado y ajeno al estrecho nacionalismo y a la xenofobia.
Ello se reforzó con la apertura de Cuba hacia el mundo desde la segunda mitad de la pasada centuria. Centenares de miles de cubanos tuvieron la oportunidad de convivir con otras identidades al cumplir misiones en decenas de países de África, Asia, América Latina y el Caribe y cursar estudios en la extinta Unión Soviética y Europa del Este.
La promoción de los valores de la diversidad cultural forma parte sustantiva de la política cultural de la Revolución, en cuya aplicación nuestros medios masivos de comunicación desempeñan un papel preponderante.
Se sabe, sin embargo, que toda política requiere un diseño, una voluntad y una plasmación concreta que depende de la sensibilidad, el talento, la vocación y la consagración de los ejecutores. Sin esta conjunción de factores hubiera sido imposible que los lectores cubanos dispusieran de decenas de traducciones de novelistas africanos, que el ICAIC contara en su catálogo con valiosos documentales sobre expresiones culturales del llamado Tercer Mundo, que entre las instituciones emblemáticas del centro histórico capitalino figuren casas dedicadas a las culturas de otros países y continentes, que la Casa de las Américas haya hecho historia más allá de nuestras fronteras y que Santiago vibre cada julio con la intensidad caribeña de la Fiesta del Fuego.
Siento que esa voluntad se expresa todavía de manera desigual en la actual programación de la radio y la televisión y en algunas de sus prácticas. En los espacios musicales de la radio es infrecuente escuchar grabaciones de músicos contemporáneos de África, tan afines a nuestra idiosincrasia. CMBF marca la excepción, con un programa sabatino dedicado exclusivamente a mostrar que otras culturas musicales existen.
Si bien la televisión registró en Universidad para Todos un hito al transmitir los cursos sobre historia africana dictados ejemplarmente por el profesor Ramón Sánchez Porro, mantuvo el espacio Iguales y diferentes y le ha dado aliento a proyectos puntuales defendidos por Víctor Torres, Alberto Faya, Jorge Gómez y el incansable Guille Vilar, los músicos y las músicas de África y Asia y una importante zona no comercial de América Latina, el Caribe y la mismísima Europa apenas cuentan.
No se trata solo de omisiones y carencias. Por estos días, en las transmisiones del Mundial de Atletismo de Moscú —un esfuerzo que debemos aplaudir—, se escuchó una expresión alarmante: entraba en la liza un corredor de Indonesia y hubo que oír un pésimo chiste sobre su nombre y apellido. Antes, a la hora de descifrar ciertas abreviaturas de los países participantes, otra expresión, alusiva a las incompresibles dificultades de los narradores para identificarlas, demostró un estrecho conocimiento del mapamundi.
El respeto a la diversidad cultural no se impone, se cultiva y promueve. No es cuestión de cuotas ni porcentajes en la programación y menos de asimilación acrítica de exponentes. Verbigracia, la arribazón de filmes indios —por cierto, la más numerosa producción mundial—, sin una criba cualitativa.
Es cuestión de educarnos para el disfrute y la apreciación de lo que nos puede y debe enriquecer y hacernos más plenos.
Fuente Periódico Granma