Por Leticia Martínez Hernández
La maestra que se levanta antes del amanecer, deja el café colado sobre el fogón, se adentra en el lomerío y recibe a sus cinco niños en el aula más linda de aquellas montañas; el científico que pone la última variable a su fórmula, agarra el maletín y sale corriendo a buscar a los hijos al círculo infantil; la operadora de grúa que termina la fatigosa jornada laboral, pasa a la Casa de Abuelos y recoge a su madre añosa.
Los niños que loma abajo se lanzan en chivichanas y hacen el ruido más feliz del universo; la vecina que toca a la puerta con el pote de sal vacío para que se lo llenen; el chofer del almendrón descapotable que parece saber más de La Habana que Eusebio Leal; la señora que teje en el portal y se conoce el santo y seña de todo el barrio; el campeón olímpico que vive en La Herradura, donde el diablo dio las tres voces y nadie lo oyó…
La embarazada “atiborrada” de consultas; el niño enfermo que se salva, contra vientos, mareas y bloqueos; la pequeña que aprendió a escribir con los pies porque manos no tiene, en la escuela maravillosa que la salva del olvido; el héroe, que con el pecho lleno de medallas, lleva a sus nietos a la Plaza; el pregonero de las galletas de ajo o el que cambia cualquier pedacito de oro; el barrendero que a ritmo de Van Van amanece limpiando la calle que al otro día volverá a estar sucia; la mulata que lee las cartas al turista necesitado de buenas noticias; la familia que sale a bañarse en el primer aguacero de mayo.
Cuba es una y, a la vez, todas estas historias personales.
Habita en el alma de sus hijos, incluso tatuada en la piel. Es el espacio físico que nos une, también la esencia que se lleva a cualquier confín, que salta con el toque del tambor, que se conmueve con su bandera, con su himno, que se inquieta ante la más mínima injusticia, que se solidariza siempre porque nada le es indiferente.
Cuba es el sacrificio de su gente, la nobleza, la valentía, la coherencia. Es sudor, también lágrimas; es resistencia, alegría, fe, esperanzas cuando la luz al final del túnel se niega a llegar. Cuba está hecha de la estirpe valerosa de sus héroes, de la sangre de sus mártires y de la tenacidad de un pueblo que no desfallece.
Cuba está en sus treinta y tantos grados Celsius; en sus desmejorados frentes fríos; en sus ciclones avasalladores; en sus playas, las más azules y también las más turbias; en las colas legendarias que no tienen “último”; en el CUP y el CUC y en la esperanza de su unificación definitiva; en los estadios de pelota o en las canchas de fútbol cada vez más visitadas; en el dominó que se juega en la esquina con el repique bullicioso de la ficha sobre la mesa de aquel que “se pegó”; en el buche de café que es signo de bienvenida en cualquiera de sus hogares de puertas abiertas.
Somos y hacemos Cuba, desde el aula, la fábrica, el surco, la guagua, la tribuna, el hospital, el agro, incluso en Facebook o Twitter ─más ahora que el Presidente cubano anunció su inclusión en estas lides antes de que concluya el año, otro espacio para narrarla, defenderla, vivirla, honrarla.
Es un compromiso acompañarlo, como dijera en abril pasado al tomar las riendas del gobierno, “en el empeño de que este archipiélago que la Revolución puso en el mapa político del mundo siga siendo reconocido también por su singular modo de pelear cantando, bailando, riendo y venciendo. Somos Cuba, que es decir resistencia, alegría, creatividad, solidaridad y vida”.
Una Cuba que vive, que late, que enorgullece con cada historia de su gente.