Existe un estado de desolación y de perplejidad en los acontecimientos económicos que desborda a los mismos Estados. Los medios de comunicación padecen una epidemia de alarma social sin aportar alternativas. Algunos dirán que no es su misión; pero sí lo es la de facilitar los instrumentos de comunicación a quienes exigen explicaciones, lealtad en los compromisos electorales y justicia en el ordenamiento y convivencia de la sociedad. Antes que miembros de una comunidad política somos seres humanos, sujetos de deberes y de derechos. No puede haber ley por encima del derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.
No bastan la compasión ni la indignación; es preciso el compromiso. Caminamos en la certeza de que es más lo que nos aguarda que lo que ya hemos incorporado a nuestra historia personal y colectiva. Se trata de una realidad aunque no podamos verla todavía. Ya se nos irá revelando en la medida en que respondamos al desafío de los gritos sofocados y de las manos retorcidas.
Las personas comprometidas en la acción social actualizan su voluntad de servicio porque se saben relacionados con la comunidad. Nunca aislados, sino en una sociedad poblada. Sería impensable cualquier actividad ecológica para restaurar la armonía sin la experiencia de saberse tierra que camina.
Esta experiencia de gozo y desafío, de saberse necesario e inserto en el ritmo de la creación, hace que sea bueno en sí todo cuanto hace un ser libre en el despliegue de su realidad personal. El justo no pretende hacer cosas buenas, sino que bueno es lo que hace el justo. Por justo se entiende aquel que se ha puesto en camino y se sabe camino.
La gratuidad y la donación de sí son dos aspectos de la misma realidad: la actitud que nace de un corazón a la escucha, de una experiencia de eternidad en cada gesto y en cada silencio, en cada palabra y en cada lágrima.
Las personas comprometidas no pretenden cambiar el mundo, ni sustituir unos sistemas por otros sin cambiarse a sí mismos. No quieren seguir arando en la mar ni trazar surcos en el cielo. Asumen su condición de rebeldes ante cualquier orden impuesto por la fuerza ya que vulnera la justicia. Ante la violencia se rebelan porque ésta siempre es una violación de la dignidad.
Nos alzamos ante la explotación de unos pueblos por otros, de unos seres por otros, de unos modelos económicos o concepciones de la vida sobre otros. Nadie es más que nadie ni superior o inferior a nadie. No hay unos pueblos “desarrollados” ni otros “en vías de desarrollo”. Esto es una falacia perversa. Existen unas sociedades industrializadas y otros pueblos que se sostienen en otras formas de vida con sus formas y expresiones en defensa del bien de la comunidad. Es falso presentar el modelo de desarrollo de los países industrializados como un paradigma imprescindible para la maduración y expansión de otros pueblos. No todo crecimiento económico es sinónimo de bienestar para la mayoría de la población. Menos aún cuando este crecimiento se hace a costa de las materias primas y de la mano de obra barata o forzada de los pueblos empobrecidos del Sur. Si hay que llamar a las cosas por su nombre es preciso denunciar una situación en los sistemas económicos trasnacionales y globalizados que ocasionan empobrecimiento, hambre, falta de salud y de acceso a la cultura de tres quintas partes de la humanidad. A este precio, no es justa, por inhumana, la transacción.
Colaborar en un sistema injusto es aumentar la injusticia. El orden económico propio del socialismo real o del capitalismo salvaje, que anima el neoliberalismo, son violaciones de la dignidad humana. Son recusables y se impone la insumisión y la rebeldía en una búsqueda consciente de una sociedad nueva donde la paz sea tan natural como el aire para el vuelo.
No podemos perder el fervor de la primera entrega.
La justicia y la solidaridad nacen de una experiencia de soledad poblada y es la respuesta a toda desigualdad injusta. Vivir es transformarnos, al hacernos uno con todo lo que existe. Ya no es preciso optar por nadie ni alzarse contra nadie: las olas nos encontrarán en la roca o en la arena de la playa. Con el poeta, hay que gritar “Cuando las aguas anunciaban el derrumbe del muro, puso el hombro contra la piedra para cubrir la retirada”.
En este quehacer no somos anónimos ni nos califica sólo nuestra posición social. Nos sabemos en el camino y a las gentes les decimos: “Permíteme caminar a tu lado porque tú y yo somos del mismo pueblo”.
José Carlos García Fajardo es Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) y Director del Centro de Colaboraciones Solidarias
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