Revista Infancia
Los padres pasamos mucho tiempo a lo largo de cada día con nuestros hijos. Durante todo este tiempo se produce una elevada cantidad de interacciones comunicativas entre nuestros hijos y nosotros.
Lo cierto es que esas interacciones no siempre son positivas, que muchas de ellas pueden llegar a ser muy negativas. En ocasiones no tenemos herramientas para gestionar los conflictos o nos sentimos emocionalmente desbordados y, casi de manera automática, nos dirigimos a ellos con agresividad o con desprecio.
Gritamos, amenazamos, juzgamos… con una dureza extrema que, por su puesto, nuestros hijos no merecen. Gestionamos conflictos infundiendo miedo a nuestros hijos. Cuando se activa el miedo, el niño se paraliza, se somete o se rebela. En cualquier caso, actúa en contra de su voluntad.
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Seguramente (y afortunadamente) nadie más, aparte de nosotros, se dirige nunca a nuestros hijos de un modo tan agresivo, despectivo o amenazante. Ni otros familiares, ni la pediatra, ni las maestras, ni los padres de otros niños, ni ningún otro adulto que se comunique con nuestros hijos se dirige a ellos tan violentamente como, a veces, lo hacemos nosotros mismos.
Es más, si cualquier otra persona se dirigiese de manera despectiva hacia nuestros hijos, no lo permitiríamos bajo ningún concepto. Contradictorio, ¿verdad?
Así, resulta que somos los padres los que peor nos dirigimos hacia nuestros propios hijos, los que cometemos las faltas de respeto más grave hacia ellos. Precisamente es por esto por lo que somos nosotros los que peor les hablamos, porque cuando las faltas de respeto proceden de nosotros mismos, les dejamos de proteger de dichas faltas de respeto.
Si la falta de respeto procediese de otra persona, nosotros como padres le defenderíamos. Pero cuando la falta es nuestra, el niño queda indefenso.
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Desde esta perspectiva, resulta duro analizar esta cuestión; analizarse a uno mismo y ver que no sólo está faltando al respeto a su hijo, sino que además lo está dejando desprovisto de toda protección, porque es muy poco probable que otro adulto intervenga cuando la falta de respeto procede del propio padre.
Con esto, quiero proponer una mirada crítica hacia la propia manera de interacción, con ánimo de que tomemos conciencia de lo que significan esas faltas de respeto con los hijos para entender la importancia de evitarlas, pues con ellas estamos transmitiendo a los niños que recibir faltas de respeto es aceptable y que quien más te quiere y te cuida, también te falta al respeto.
Estoy segura de que a ningún padre le gustaría que nadie hablase a su hijo así cuando éste sea adulto y ya no le podamos proteger.
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