Revista Coaching

Somos perfectibles, y el feedback ayuda

Por Juan Carlos Valda @grandespymes

Somos perfectibles, y el feedback ayudapor  José Enebral Fernández

Hace tiempo que algunos de los expertos españoles en gestión empresarial —no me refiero a empresarios y ejecutivos, sino sobre todo a consultores y profesores de escuelas de negocios— vienen subrayando el hecho de que todos somos imperfectos, incluso incompetentes, y bueno parece que recuerden sus carencias a los directivos a quienes habitualmente se dirigen, cuando, si se da el caso, estos se excedan en el culto al ego, o incurran en complacencia, petulancia, o mera presunción de infalibilidad; bueno es quizá que nos las recuerden a todos y siempre, porque nadie es perfecto

Efectivamente así es, e incluso habría que preguntar al entorno (clientes internos y externos, colegas, jefes y colaboradores…) para saber, por ejemplo, si alguien, varón o mujer, es muy competente en un puesto, auténtico líder, eficiente gestor, gran experto en algo, realmente creativo, buen escritor o magnífico cocinero: podrá surgir alguna reserva, incluso “con fundamento”. Aunque se nos vea muy buenos en alguna o varias de nuestras facetas, siempre podemos mejorar: somos perfectibles. Si no lo fuéramos, ¿a qué vendría, por ejemplo y en las empresas, tanto esfuerzo de formación y desarrollo de directivos y trabajadores? 

No sé si la frase aquella, Nadie es perfecto, sonaba ya con frecuencia y complicidad cuando la pronunció el genial Joe Evans Brown —uno de los actores mejor pagados en los años 30— en la película de Wilder “Con faldas y a lo loco” (1959); pero quedaba redonda en aquella escena final con el ya entonces oscarizado Jack Lemmon, en el papel que había rechazado Jerry Lewis. En verdad se nos ha quedado a todos (con cierta edad, como yo) en la cabeza, y se trata de una realidad incuestionable. La escena resulta muy específica, pero la frase, universal. Brown presentaba ya una gran trayectoria cinematográfica y hubo también, cómo no, un cameo para él en la monumental comedia, diríase que épica, de Kramer, El mundo está loco, loco, loco, loco (1963). 

A veces hacemos cosas muy bien hechas, pero nadie ni nada es perfecto… Claro que quizá se diría de aquella película, como de otras de Wilder, Kramer y otros cineastas, que lo parece… Por cierto, la frase famosa figura también en la sepultura de Wilder, que falleció en 2002 y que había nacido en el “imperio austrohúngaro”, al que tanto aludía Berlanga en sus guiones. Todos somos imperfectos como seres humanos, aunque en momentos de optimismo y voluntad quizá podemos añadir que somos, sí, perfectibles; también en lo profesional, que es a lo que apuntan estas reflexiones. 

Me recordó recientemente (febrero, 2011) la frase y el filme de Wilder un editorial de la prestigiosa revista Capital Humano, en que asimismo se aludía a la imperfección y la incompetencia. Parece haber en España varios expertos del management que aluden a buenas películas para extraer enseñanzas, como cabe hacerlo de la vida misma. Pero sigamos. 

Lo que vengo a decirles es que quizá debamos detenernos más en que somos perfectibles, que en que somos imperfectos; lo primero mueve a la mejora y lo segundo parece instalarnos en la botella medio vacía… Todos hemos de ser suficientemente competentes y aun competitivos en nuestro trabajo, entre otras razones porque hay en España desempleados muy capaces, y todavía quedarán bastantes cuando “las mejores cabezas” se vayan a Alemania. En nuestro país, según se dice, falta calidad directiva, aunque sobran ingenieros y otros perfiles de trabajadores cualificados, y Alemania los necesita. 

Siendo cierto que nadie es perfecto, creo que no deberíamos por ello inferir que nadie es inteligente, que nadie es experto, que nadie es competente…, y que, por ello, todos somos torpes, ignorantes, incompetentes… Serían saltos inferenciales tal vez muy atrevidos. Quizá lo que habría que encarar no sería la imperfección —dada por incuestionable— ni la incompetencia —que parece un diagnostico algo radical y relativo solo a funciones determinadas—, sino la perfectibilidad que nos caracteriza y mueve a la mejora. ¿Cómo gestionar la perfectibilidad? Quizá lo mejor es que cada uno gestione la suya mediante el desarrollo permanente, a partir del autoconocimiento que ya se postulara en Delfos, y aprovechando desde luego las oportunidades que le brinde su organización. 

Tal vez cada individuo, si se siente capaz de hacerlo, deba tomar las riendas en su desarrollo profesional, y mostrarse protagonista, proactivo, aceptando, como decía, las ayudas que pudiera recibir, si no acarrean deudas impagables de gratitud. Observemos el objetivo: nutrir la competencia profesional en el puesto ocupado y en los futuros que puedan ocuparse, y hacerlo cuidando quizá especialmente las actitudes, creencias, valores y conductas, sin olvidar facultades, habilidades y, desde luego, conocimientos. 

El mandato délfico supone ciertamente una asignatura pendiente para muchos de nosotros, directivos y trabajadores, jefes y subordinados; pero resulta inexcusable en el camino de la mejora continua. A este fin, sea bienvenido el feedback de buena fuente, aunque oportuno será que contrastemos, para asegurarnos, todo lo que nos diga el jefe, como lo que nos digan los subordinados o los colegas: tampoco son perfectos quienes nos diagnostican. Temo que puedan andar faltas de fundamento algunas condenas (no todas), como asimismo algunas adulaciones también frecuentes en el mundo empresarial. 

Escudriñemos el potencial del ser humano y, atendiendo a nuestra realidad y nuestros propósitos, pongámonos metas de mejora. Si nos mueve la sed de poder en la organización, un cierto itinerario de desarrollo surgirá; si, por el contrario, nos mueve la sed de saber, otro será. Pero al conocernos a nosotros mismos, ya se verá si somos buenos para la gestión, o mejores para lo técnico (esto último, ya se sabe, suele estar bastante peor pagado: no se nos escape…). 

No deberíamos delegar esta reflexión en el jefe, ni en el área de recursos humanos de nuestra empresa, porque por la empresa podemos ir de paso, y porque sus inquietudes e intereses podrían no ser exactamente los nuestros; pero sin duda podemos encontrar valiosa ayuda en uno y otra: no lo descartemos en absoluto. Sin perjuicio de nuestro protagonismo, aprovechemos todas las ayudas y oportunidades, y seamos, sí, más receptivos al feedback. En ello insisto porque no solemos serlo, a menos que lo escuchado resulte favorable. 

Kennedy —creo que lo leí en el libro de W. Manchester— provocaba el feedback. Sabemos que, tras su primer acto como presidente —la toma de posesión—, llamó a un viejo amigo, el obispo Hannan, con quien había discutido a veces sobre el arte de hablar en público, y le preguntó: “Bien, ¿qué tal me ha salido el discurso?”. Al obispo le había gustado y así se lo hizo saber, pero tenía ciertamente algo que añadir: “Quizá debería usted haber hablado un poco más despacio, para esperar la reacción de la multitud”. Kennedy era bien consciente de que el obispo sabría decirle todo lo que pensaba. 

Creo que, si hablar en público es un arte, también hay una dosis de arte en un feedback bien formulado, orientado a la mejora. En la formulación, como en la receptividad, todos tenemos margen de progreso; pero ciertamente el feedback constituye una herramienta asociada a nuestra perfectibilidad.

Autor José Enebral Fernández



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