Revista Cultura y Ocio

Somos restos, trazos, trozos y fragmentos de lo que leemos

Publicado el 19 octubre 2018 por Ispamaga @is_ma_ga

Porque el deseo de leer, como todos los otros deseos que distraen nuestras almas infelices, puede ser analizado.

Virginia Woolf, “Sir Thomas Browne”, 1923

Ya decía Franz Kafka: “Un libro tiene que ser el hacha que rompa nuestra mar congelada” y el ingenioso Ricardo Piglia en El último lector nos cuenta acerca de la lectura y la percepción solitaria: “En definitiva trata sobre el modo de hacer visible lo invisible y fijar las imágenes nítidas que ya no vemos pero que insisten todavía como fantasmas y viven entre nosotros”. De eso quiero escribir hoy, de aquello que aprendes cuando lees a Alberto Manguel y de aquello que sientes cuando lees un libro de Kafka, de Dostovieski, o de Piglia; cuando te adentras en los cuentos de Borges, las historias de Ngozi, las crónicas de Caparrós, los ensayos de Kundera, entre otros, nos despojamos por completo de cualquier construcción que se tiene prevista; nos volvemos el libro que hemos leído, las historias que nos han contado.

Realmente hay algo que nos detiene y nos causa un desorden; leemos restos de una vida, trozos y trazos de sentimientos y emociones de un escritor que no piensa, quizás, en nuestras emociones, sino que se concentra en plasmar las suyas, y esa escritura llega a nosotros para alejarnos de lo real y abrirnos un espacio entre la literatura y la vida. Los libros persisten en el laberinto de la memoria. Todos, como diría Borges, nos extraviamos ahí, en ese mundo imaginativo de alguien. Un mundo capaz de transmitirnos, en el acto ilusorio de leer, sentimientos que se plasman en un papel y a menudo nos vemos ahí. Lloramos, suspiramos e incluso abrazamos el libro, no solamente leemos, nos enfrentamos a nuestro propio sentir, construimos el sentido de las palabras.

En efecto, leer es crear un nexo entre lo real y lo imaginario, tomamos parte en las historias creando un punto de encuentro, en muchas ocasiones, identificándonos con algunos de los protagonistas. Leer nos lleva a ser capaces de alejarnos de esa repetición diaria en la que nos invade nuestra propia existencia, nos saca de la rutina para irrumpir en otro mundo que no por ficticio, nos produce menor placer.

A lo largo de nuestras lecturas nos encontramos con lectores protagonistas, como el caso de Hanna en El lector de Bernhard Schlink. Hanna siempre le pide a Michael que le lea en voz alta fragmentos de obras clásicas, ella llora y ríe. Un libro que critica a la sociedad que había negado el acceso a la lectura; basta solo con sentir la emoción de Hanna cuando entra al despacho del padre de Michael y acaricia las estanterías repletas de libros, para que nosotros nos compadezcamos de ella.

Así es, estamos aptos de concebir las sensaciones de un personaje que, en teoría, no existe. Pero no, quizá sí existe en ese escenario imaginativo que forma parte de nuestros sueños. Sin movernos de nuestro sillón de terciopelo verde, nos abandonamos y viajamos a mundos sin descubrir que quizá, por qué no, nosotros mismos descubramos algún día en la realidad del presente, quizá aunque sea breve y extraordinario como el cuento de Cortázar “La continuidad de los parques” nos sumergimos en  los efectos de una lectura que, irrumpe y perturba la realidad. En 1984 de Orwell, nos adentramos a una amenaza pura, fuimos lectores en fuga que vimos nuestro país en ese libro, acontecimientos no tan alejados de la realidad.

A los 12 años descubrí que podía leer lo que quisiera, leía todo letrero y todo afiche en las tiendas. Tuve un profesor que me enseñó a amar la lectura y mi madre, por supuesto. Leía a Agatha Christie, no saben cómo me devoraba esos libros, siempre estaba pendiente de toda situación contada; el suspenso y la intriga por saber quién estaba detrás de los crímenes me volvían loca. Claro que me volví un poco loca, porque no dejo de sentir y emocionarme con lo que leo, hace poco leí un libro de Murakami, la crisis existencial me invadió por completo, subrayo frases, anoto palabras, comparto imágenes del libro y el sentimiento de “se terminó el libro” es indescriptible. Tierra Baldía de T.S. Eliot me dejó suspendida por un buen tiempo, luego llegó Whitman y fue peor. Nunca podré escribir como mis escritores favoritos, pero siempre me refugio en ellos; sus palabras, sus líneas, sus comas, sus puntos.

Aprendí a escribir a temprana edad pero, a decir lo que quiero decir lo aprendí a los veinte,  aun así, no hay otra cosa primordial para mí, como leer. Los libros me brindaron experiencias, desazones, nostalgia, incertidumbres –casi como cuando uno está enamorado– y con todo eso, aún sigo aquí con un hueco en el pecho por la muerte de Héctor a manos de Aquiles; aún sonrío por el manteo de Sancho Panza; y se me estremece la piel con las historias de Los campos de concentración; la Carta al padre de Kafka fue un sabor amargo que me lanzó a la fosa del “por qué leí esto”. Creo que todos hemos pasado por esa situación: sentirnos personajes, sentirnos demasiado terrible o demasiado maravillado con lo que leemos.

La lectura llega como un pharmacon; el escritor escribe porque está inconforme con el mundo, nosotros leemos porque estamos inconformes con nosotros mismos; queremos cambiar algo desde dentro, por ejemplo, Denzel Washington en la película El Justiciero hace una mención sobre los cien libros que hay que leer antes de morir; devora El viejo y el mar, Don Quijote de la Mancha. Se inmiscuye en la lectura con una confabulación sombría, le encuentra uso especial para las metáforas y lo interpreta para sí: vencerse a sí mismo; ser un caballero armado en un mundo donde no existen los caballeros. Finalmente, pone sobre su mesa El hombre invisible de Thomas Mann, como anillo al dedo en su interpretación, este voraz lector aprovecha lo que lee para usarlo en la vida real; lo siente, lo imagina y lo vive, esta acción tiene un vínculo estrecho con la soledad y el aislamiento.

Los lectores, buscamos lecturas que nos acompañen en nuestro estado de ánimo y siempre esperamos la clave de la historia; siempre sentimos que estamos solos y que abrir un libro nuevo nos traerá una grata experiencia, nos reconstruirá y seremos lectores con nuevos sentires. Muchas veces buscamos libros que nos hagan sentir lo que nos hizo sentir otro en su momento –no cuenta como adulterio–La relación que mantengo con mis libros es diferente a la relación que tengo con cualquier otro objeto que está en mi habitación; nunca sé cuándo voy a escribir o cuándo voy a sentarme a contar algo que, deliberadamente, me llame la atención. Pero si sé cuándo voy a leer, cuándo voy a sentarme en mi cama a pescar un libro al azar y leerlo de golpe o, quizás, releyendo citas marcadas con anticipación.

Aventurarse con un libro no es una pérdida de tiempo, al contrario, es ir por caminos de experiencia, no importa si son reales o no, vamos de la mano de una escritora o un escritor lúcido, que nos mantiene atentos a cada palabra para interpretarlo o para hablar de ellos; escritores que nos abren las puertas de su libro y nos presenta a lo lejos un conejo blanco que nos mira, profundamente, con sus ojos rosados mientras nos preguntamos si lo seguimos o no. Al final, siempre lo seguimos y nos saca de la realidad para descomponernos y no volver.

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