La felicidad completa no existe, claro. Pero podemos imaginar un continuo que vaya desde esas abstracciones que serían la extrema infelicidad hasta la completa felicidad y, descartando los márgenes de ese continuo que discurran en el campo de lo que no puede ser, podríamos ponernos de acuerdo en que la felicidad posible la conformarían dos ingredientes básicos: la adecuación de buena parte de nuestras expectativas a lo que la realidad acepta darnos y la incorporación del resto de nuestras expectativas a lo que una valoración sensata de nuestras posibilidades nos permitiera entender que la realidad nos dará en un futuro, de forma que sobre ello podamos construirnos un plan de vida estimulante y prometedor pero realista y adaptativo. Dicho de otra forma, la que hubiera preferido Aristóteles, la felicidad posible sobrevendría cuando el hombre encontrara su topos, su lugar en el mundo, ese ámbito en el que pudieran coexistir sin grandes dificultades el mundo interior que segrega nuestras expectativas y el mundo externo que fabrica nuestras limitaciones. La infelicidad, por el contrario, tendría entonces que ver con el hecho de que la vida transcurra fuera de su lugar, en u-topos, al margen de la realidad, proyectando, pues, esa vida de forma vana e infructuosa sobre lugares meramente ensoñados o delirados. Y no han sido pocas, o al menos minoritarias, las ideologías que, empujando a los hombres hacia interpretaciones delirantes de lo que hay, han llevado asimismo a malograr muchas vidas prometiendo destinos igualmente delirados, y que, al chocar con la realidad, han acabado una y otra vez conduciendo a catástrofes sociales. Entre esas ideologías, han destacado en nuestro tiempo el nazismo, el comunismo y los nacionalismos.
Vivir en el ámbito etéreo que construyen los delirios ha de resultar directamente proporcional a la incapacidad de aceptar y apreciar la realidad, de adaptarse suficientemente al topos que a uno le ha caído en suerte. En el caso de un nacionalista catalán, afirmarse en ese tipo de ensoñaciones es lo que, para empezar, le impide ver que vive en un lugar privilegiado, y que con los comportamientos que ponen en marcha sus planteamientos utópicos está desestabilizando una realidad que valdría la pena defender. Efectivamente, España es uno de los países del mundo en los que mejor se vive. Citaremos como muestra algunos ejemplos que corroborarían que esto es así: España atrae al resto del mundo: es el tercer país en número de turistas, después de Estados Unidos y Francia, y el primero en relación a su número de habitantes. Recibimos 73,5 millones de turistas en 2016, y este año esa cifra quedará aumentada... salvo que el parón catalán lo impida. Según una encuesta mundial realizada entre 26.000 altos directivos por HSBC (el tercer mayor banco del mundo por activos, con sede en Londres), España es el segundo país con mejor calidad de vida del mundo después de Nueva Zelanda. Asimismo, según otra encuesta realizada por Networking Service InterNations (ver_aquí), Madrid es la tercera mejor ciudad del mundo para vivir, detrás de Melbourne y Houston. Barcelona se sitúa en el puesto número once. España es, asimismo, el destino preferido de los estudiantes europeos a la hora de decidir dónde hacer el Erasmus (seguida de Alemania, Francia, Reino Unido e Italia), y lo viene siendo de forma ininterrumpida desde 2001. Entre los motivos de que así sea estarían, además de la buena relación entre coste y calidad de vida, el atractivo de nuestro sol, de nuestro mar, los paisajes, la historia, el arte, las buenas infraestructuras y el deseo de aprender el español, una lengua que hablan más de 500 millones de personas y es el segundo idioma de comunicación internacional. La esperanza de vida en España es de 82,8 años, solo por debajo de Japón, Suiza y Singapur. En cuanto a seguridad ciudadana, según datos de la OCDE, España es el séptimo país más seguro del mundo. Respecto de los países de la Unión Europea, solo estamos por debajo de Suiza. Nuestra tasa de homicidios es de 0,7 por cada cien mil habitantes y por año; la media del conjunto de los países es de 4,1. Según Turespaña, esta es la principal razón por la que los turistas deciden venir a nuestro país. Por desgracia, el aumento de la delincuencia correlaciona con la desestabilización social, eso en lo que en Cataluña parecen empeñarse muchos. Baste citar en este sentido que en Venezuela, país profundamente desestabilizado por causas políticas (y referente de los más radicales de entre los nacionalistas catalanes), la tasa de homicidios es de 91,8. Hay que haber retorcido mucho las entendederas para tener tan mala opinión de nuestro país como la tienen muchos de nuestros conciudadanos, y singularmente los nacionalistas. Evidentemente, su utopismo, la falta de encaje entre sus expectativas y el lugar del mundo que les ha caído en suerte -y que son incapaces de apreciar-, ha de ser una fábrica de infelicidad para ellos y de modos de distorsionar su convivencia con nosotros, el resto de sus conciudadanos. Debe de ser el impuesto con que el destino grava la suerte de vivir en un topos tan afortunado.