Todos los años, a la vuelta del verano, tenía el mismo sueño recurrente. Después de alejarse del mar físicamente, en sus sueños volvía a él. Se veía en una playa vacía, tan desierta de gente como su piel se encontraba de nada que no fuera el sol y una brisa que le hacia cosquillas al rozarle. Se soñaba sonriente, acercándose a mojar los pies hasta la orilla. Y el mar lleno de susurros a sus pies, rodeándolos de agua y pequeñas revueltas de espuma, dejándolos fríos y hundiéndose levemente en la arena mojada.
Lo extraño es que soñando, sabía que era un sueño. Era completamente consciente de que aquella playa tan sólo existía en su mente, de que la sensación del mar en sus pies era pura ensoñación, de que el viento que le despeinaba era tan sólo la transformación de un recuerdo, de que el aire que respiraba era una bonita mentira. Pero no le importaba en absoluto. Era como mirar una postal perfecta, un recuerdo de lo que había dejado atrás, borrados como por encanto los turistas de ciudad blancos recién llegados, los niños de las palas, los vendedores de bolsos imposibles, las sombrillas de marcas de cerveza. Tan sólo el mar y él. El infinito horizonte y su mirada. El viento y sus manos con las palmas abiertas. El sol y el mar. Era su sueño, su despedida, su recuerdo.
Y siempre, todas y cada una de las veces, se despertaba con una lágrima corriéndole por la mejilla. Una lágrima que siempre acababa en el borde de sus labios, y le dejaba un ligero gusto a sal, a su sueño. a su mar.
Comparte Cosechadel66: Facebook Google Bookmarks Twitter