Donald Trump es un infame presidente de EE UU que se la tiene jurada a toda iniciativa legada por el anterior mandatario Barack Obama. Nada de lo conseguido por el único presidente negro de la historia de aquel país le parece bueno al ínclito pero votado Trump, tanto que no ceja en su empeño de borrar toda huella del demócrata, aunque ello lo lleve a enfrentarse a su propio partido Republicano, en el que abundan cabezas pragmáticas que no se alinean con el sectarismo de su ala más radical e intentan corregir sus desmanes. Empujado por esa obsesión antiobama, que le hace sucumbir a sus más bajos instintos, el nuevo inquilino blanco y rubio de la Casa Blanca lucha denonadamente por eliminar el “Obamacare”, aun cuando deje sin seguro médico a millones de familias norteamericanas; dejar sin efecto los tratados comerciales firmados su predecesor, como el Acuerdo Transpacífico que vinculaba a once países de Asia y América, o el Nafta (acuerdo de libre comercio entre México, Canadá y EE UU) que ahora renegocia sin mucho convencimiento;abandonar el Acuerdo de París, sellado en 2015 por cerca de 200 países para paliar los efectos del cambio climático, a pesar de que EE UU es el segundo emisor de gases contaminantes del mundo; y, ahora, suspenderel programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia(DACA, por sus siglas en inglés), con lo que quita el sueño a los “soñadores” (dreamers) que se beneficiaban de él, inmigrantes que llegaron ilegalmente al país cuando eran niños, traídos por sus padres, y que se hallan plenamente integrados en la sociedad norteamericana.
Los “dreamers” no representan ningún problema social, ni económico ni cultural, al contrario, benefician a la economía y la industria de EE UU, pero habían sido regulados con el DACA por Barack Obama en 2012, por lo que, para Trump, es algo inaceptable que había que eliminar como sea. No hay que dejar ningún rastro del anterior mandatario. Por tal sinrazón, el presidente ha firmado la resolución de rescindir el DACA sin importarle dejar sin cobertura legal a cerca de 800.000 jóvenes, un 80 por ciento de los cuales son mexicanos, que podían trabajar, estudiar, poseer tarjetas de crédito y residir temporalmente en el país, siempre y cuando no tuvieran antecedentes penales, no cometieran delitos y estuvieran comprometidos con los valores de la República norteamericana, que la mayoría de ellos consideran como su país y su verdadero hogar. Con esa decisión de Trump, ahora están expuestos a una expulsión fulminante, en el plazo de seis meses, cuando sea aprobada por el Congreso una nueva ley de regulación que sustituya la anterior, según los criterios de la Casa Blanca.
De este modo, la infamia del presidente más sectario de la historia reciente de EE UU se ceba sobre uno de los colectivos más vulnerables de la sociedad norteamericana, como es el de los “soñadores”, que creyeron y persiguieron el “sueño americano” y que aspiraban, por haber crecido en EE UU, donde se han formado, viven y trabajan, convertirse en ciudadanos de pleno derecho y hasta conseguir la nacionalidad. Ese sueño se ha transformado en una pesadilla por la xenofobia y el racismo de un Donald Trump que alimenta el odio racial con sus actitudes y decisiones, tal como ponen de manifiesto su perdón presidencial al exsheriff Arpaio, condenado por racista; su equidistancia con la violencia nazi de Charlottesville; y, ahora, con la expulsión de los jóvenes soñadores que creían tener el mismo derecho a ser norteamericanos que la propia esposa del presidente, Malanija Knavs, una exmodelo eslovena –antigua Yugoslavia- nacionalizada norteamericana y convertida en Malania Trump.
Esta infamia denota los bajos instintos racistas del presidente porque ha actuado de modo discriminatorio contra los mexicanos (no se hace lo mismo con los canadienses, húngaros, etc.), precisamente los inmigrantes a los que suele acusar de violadores, ladrones y narcotraficantes, que quitan el trabajo a los norteamericanos, y contra los que sigue empeñado, aunque sin éxito, en construir un muro a todo lo largo de la frontera de México y EE UU. En contra de esos motivos discriminatorios de la resolución, entre otros, se han rebelado 15 Estados y el Distrito de Columbia, presentando una demanda que intenta paralizarla y así proteger a los beneficiarios del programa DACA, ya que la pérdida del estatus legal de los residentes afectaría a sus economías estatales.
Pero, sobre todo, por el gran problema humano que causaría esa medida racista y discriminatoria, ya que esos jóvenes soñadores, traídos ilegalmente al país por sus padres cuando eran niños, “no conocen otro país ni otro hogar” que EE UU, como reconoce el propio presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan. Numerosos demócratas, líderes empresariales y activitas rechazan la medida. Incluso las grandes compañías de muchos sectores empresariales, que encuentran en los “dreamers” una mano de obra cualificada y barata, critican la decisión de Trump. Directores de Facebook, General Motors y Hawlett-Packart, entre otros, han dirigido una carta al presidente, señalando las consecuencias negativas de su decisión para la industria. Nada de ello parece convencer a un presidente obsesionado neuróticamente con el legado de Barack Obama y guiado en sus actos por el racismo y la xenofobia más deleznables. Pero no es un loco y sabe protegerse.
No quiso dar la cara por la decisión más cruel contra los inmigrantes que ha tomado hasta la fecha. Se ha valido del fiscal general de Estados Unidos, Jeff Sessions, para presentarla, intentando justificarla con los “centenares de miles de puestos de trabajo que quitan a los norteamericanos”, lo cual es falso. Ningún norteamericano, si quiere trabajar, pierde un puesto de trabajo por culpa de un inmigrante. Ni fiscalmente se resiente la economía, ya que los “dreamers” pagan los mismos impuestos que los nativos y contribuyen al crecimiento de la riqueza nacional. No existe ningún motivo económico ni social que justifique la medida, salvo el racismo.
Consciente de ello, y para evitar la controversia que le caería –y le está cayendo- encima, Donald Trump, dando muestras de su gallardía, ha endosado el problema al Congreso. Adoptando una decisión salomónica, deja en suspenso la medida y fija un plazo de seis meses para que los congresistas –republicanos y demócratas- se pongan de acuerdo y aprueben una ley sustitutoria y definitiva, pero que, de no conseguirse, supondría la expulsión automática de los “dreamers”. Así, el presidente intenta quedarse al margen –cuando ha sido él quien ha creado el problema- y, de paso, congraciarse con los sectores partidarios del endurecimiento de la política de inmigración de su partido y de sus votantes, a los que prometió promulgar leyes en tal sentido.
Sin embargo, no engaña a nadie. No es ecuánime ni pretende ser imparcial ni ético en el ejercicio de su presidencia, ni siquiera en su conducta personal. Guiado por sus obsesiones racistas, expulsa a los mexicanos y desea aislar a Estados Unidos con un muro de Hispanoamérica. Del mismo modo veta a los musulmanes de entrar al país –por ahora, a los procedentes de determinados países árabes-. Y no condena la violencia y las manifestaciones racistas de los supremacistas blancos, alimentando el odio y el rencor racial entre los ciudadanos norteamericanos y contra minorías étnicas que forman parte de su población. Su infamia es tan evidente y escandalosa como su flequillo. Pero es que así es Donald Trump, bocazas, inepto, machista, xenófobo, misógino y ultraconservador, y por eso salió elegido. Ahora queda aguantarlo hasta que lo expulsen o pierda las próximas elecciones. Entonces volverán a soñar los “dreamers” y todos los que temen a un presidente tan infame.