-¿Qué esperas?-Me dije- al estar frente a la exposición de Arturo Hernández, en el Laboratorio Arte Alameda– Lee la descripción. No, yo, no soy así, a mí la placa descriptiva no me dice nada- Siempre peleando con mi subconsciente. Pero es verdad, las letras no me demuestran lo que busco: Interpretación, es la palabra.
Necesito observar, analizar para generar mi visión del mundo y en este caso mis ojos contemplaban desastre, frustración, cansancio, desesperación, estructura, patrones; a través de bosquejos marcados por lo que en algún momento se manifestó como sonido. Sonidos del desastre los llamó Hernández, como todo aquello que atrofia nuestra percepción acústica. Por ejemplo cuando caminamos por la calle no faltan los miles de sonidos que podemos escuchar, aunque de un momento a otro desaparecen, son demasiados que dejamos de percibirlos, de escucharlos, de darles atención individual porque nuestra cabeza los convirtió en sonido ambiente, en el sonido de la ciudad.
¿Cómo entrelazar contenidos de dos lugares? En el Museo de Diego Rivera estaba frente al mural Sueño de una tarde dominical, una gran pared que bloqueaba la solución, pero sabía que la respuesta estaba ahí en los poros de ese inmenso lienzo. Todos los personajes que aparecen, desde la señora que vende tortas, hasta la niña que viste bien para esa época, son el conjunto de miles de sonidos que forman la sociedad de ese tiempo, los llamados sonidos de la ciudad.
¿Alguien sabe a qué suenan los huaraches de una niña indígena?, ¿a qué suena los zapatos nuevos de un niña de ciudad?, ¿a qué suenan las pesadas vestimentas de las mujeres?, ¿a qué suena el rechazo, la marginación?, ¿a qué suena el rol de la mujer?, ¿a qué suena la riqueza ante los ojos del pueblo? Estas cuestiones me llevan a imaginar cómo se mueve cada partícula de nuestro cuerpo. Cuerpo que participa en la interacción con un conjunto de personas, que a su vez estructuran una forma de vida.
En otras palabras, existe un sonido dentro de nosotros que nos motiva a actuar, a bailar, a sentirnos tristes o rebeldes, multiplicándose en cada alma, obteniendo un patrón interminable llamado sociedad, justo como la obra de Irene Lubrovsky situada en el Laboratorio Arte Alameda, compuesto por conexiones dentro del sonido, como un incansable pitido bajo una suave y tormentosa melodía. Vivimos, muchas veces, bajo el flujo constante de sonidos entre nosotros que suelen llegar a ser dolorosos, como la pérdida de un ser querido, el fracaso, los ideales, las utopías, todo aquello que sea parte de una frecuencia que en momentos de extrema calma modifica su ritmo sin previo aviso.
Los dos mundos en los que vive la mujer representados por Diego Rivera es una clara ilustración de un cambio de ritmo. Nos gestamos en el vientre de nuestra madre por nueve meses, hasta que llegamos a un mundo que nos parece incierto y que demostramos a través del sonido del llanto; en ese instante el pitido incansable sigue su curso pero la melodía pasó de suave a tormentosa, porque ahora me identificarán como indígena o como mujer de la urbe, y es aquí donde me pregunto ¿quién es la privilegiada, la mujer que es asfixiada por su corsé o la mujer indígena que vive libre en sus vestimentas pero pobre ante el sistema? Creo que ambas tienen un sonido injusto, pero aprenden a sobrellevar los sonidos de la humanidad.