Un día sin escribir se vuelve un día perdido.
Ayer el día voló entre una necesidad absoluta de dormir hasta el mediodía, sin esperanzas de hacer con mi día nada que valiese la pena. Me desperté temprano para despertarme tarde. Así fue como respiré el aire de la mañana, tomé cualquier cosa para calmar el hambre matutina y me puse leer con la intención de provocarme la somnolencia que me haría volver a los sueños. La mañana se transformó en un ya es tarde y en una riña con el tiempo.
El tiempo que no le consagré a la escritura se lo di al cuerpo: una recompensa con sol y ejercicio cardiovascular entre la gente que nunca deja de parecerme extraña. Nuestras barreras lingüísticas serán siempre la frontera entre dos mundos que poco nos interesas visitar; al menos a ellos, pues yo ya estoy metido en esta realidad que me es ajena.
Cuánta simpatía les hace falta, como si la ausencia de sol durante el invierno les congelará más que el cuerpo. Viven con un corazón de frío e indiferencia, de no me toques porque me rompo o porque me derrito. Gente que le teme al cuerpo del otro. La otredad corporal que se vuelve el enemigo. Cuánta diferencia entre la gente cálida de América Latina, que siente con cuerpo y alma, y que lo demuestra con una sonrisa que parece permanente. En México, ejemplo que me es más cercano y conocido pues yo llevo en la sangre su bandera, la gente vive con lo que tiene y es feliz con ello. La felicidad se centra en el poder vivir bajo un techo y tener algo de comida, y si el techo está de falta, no existe cielo que abrigue tan bien como el mexicano. Podríamos decir que el calor de su gente impregna las calles, y que la generosidad de los mexicanos alimenta no solo aquellos estómagos vacíos, sino también los corazones que por alguna desgracia se sienten oprimidos, o peor aún, achicopalados.
Vivir en un país de escasas sonrisas me ha hecho mirar de lejos cada vez más de cerca las sonrisas de mi México añorado. Allá somos tan felices que no nos damos cuenta, que a veces la felicidad se nos confunde con la tristeza en el recuerdo. Pareciera que la felicidad está presente hasta en la melancolía, e incluso en la muerte misma. Todo y todos tienen una sonrisa que cuesta mucho ocultar. Sonreímos porque sí, y así nos pasa con la felicidad, que se oculta detrás de lo que no vemos. La vida te sonríe y la muerte también. No recuerdo haber visto a la Catrina del día de muertos con una cara larga. Da risa saber que la muerte se ríe de ella misma y de nosotros. Otras veces, nuestro llanto también es alegre. Esa expresión de dolor en el mexicano se acerca a la alegría, quizás porque detrás de esas lágrimas que no podemos contener de dolor o de felicidad se oculta un sonrisa que llegará después de la desgracia. Nos reímos de nuestra tristeza, y esta es una forma de vencerla y a la vez de aceptarla como nuestra.
Una sonrisa honesta se contagia, y me encanta ver cómo la gente que interactúa conmigo sonríe y no sabe muy bien por qué, pero es que llevo a cuestas -felizmente- una vida de sonrisas continuas en mi paso por México. Allá, en ese mi país surrealista que se ríe de su atraso y de su tangible desgracia. No nos importa. Nos decimos que por algo ha de ser, que así es la vida, que Dios tendrá mejores planes para nosotros. Vivimos con ese buen y eterno consuelo ante lo que no podemos o no queremos o nos da flojera cambiar.
El mexicano es despreocupado, ya que la mayoría del tiempo espera que las cosas le caigan del cielo, y a veces esa futilidad aunada a la paciencia logran triunfar, es así como el mexicano optimista y confiado es bendecido, ve tu a saber por qué.