Revista Salud y Bienestar
A Manuela le duele el pecho. Ella tiene 63 años y es hipertensa, sin presentar ningún otro antecedentes ni factor de riesgo cardiovascular. Dice que le duele el pecho desde hace unas dos horas, describiéndolo como una presión sin ningún tipo de irradiación ni cortejo vegetatito asociado. Le hago un electrocardiograma, que únicamente muestra un bloqueo de rama derecha (muy típico en pacientes mayores). Decido que pase a observación mientras sale la analítica y le hacen una radiografía de tórax. La tarde está siendo tranquila, así que me acerco a su cama e intento indagar algo más sobre su vida diaria para poder filiar bien ese dolor.
Resulta que Manuela es la cuidadora principal de su marido, que tiene una enfermedad de Alzheimer algo avanzada. Me dice que ella se encarga de vestirle, asearle y darle de comer, y su hija me lo corrobora. Cada día le va costando más porque ella también va teniendo sus achaques; pero no quiere abandonarlo en una residencia.
Me siento en la cama, a su lado, y le informo que tanto la analítica como la radiografía están bien, por lo que, de momento, su corazón (al menos, su parte orgánica) no está sufriendo; pero...Le digo que hay cosas de las que ya no puede hacerse cargo, como levantar o duchar a su marido, que no puede con su peso. Ella asiente con la cabeza, entre lágrimas. Me dice que ya lo sabe, que es consciente de que no puede ayudarle como antes; pero no quiere molestar a sus hijas (tiene 3) y que no quiere llevarlo a una residencia. Le explico que no tiene que sentir vergüenza por pedir ayuda, sino todo lo contrario: hay que ser muy valiente para hacerlo. Me pregunta sobre la evolución de la enfermedad de su marido. Los neurólogos ya le han explicado que no tiene cura y que irá progresando, que tendrá días mejores y peores; pero que llegará un momento en que no les reconozca. Se lo corroboro. Le digo que es cierto, que así será. Necesita saberlo para poder afrontar los momentos que vendrán.
Manuela, su hija y yo lloramos.
Después, Manuela me sonríe. Sonríe y me dice que necesita ayuda, que sus hijas ya se lo habían dicho muchas veces. Dice que ahora está preparada para hacerlo.
A las pocas horas, Manuela y su hija se van a casa sin dolor, y con el alivio y las ganas de querer hacer lo mejor para su marido y padre, respectivamente. A veces no necesitamos fármacos...Después, llegó la noche. Fue una de las noches más duras que recuerdo estando de guardia: SAMU, infarto, código ictus... Pero, después de todo, a la mañana siguiente salí satisfecha.
Este post se engloba dentro del proyecto #A1000Manos que han iniciado Iñaki y Rut. No sé si os sacaré una sonrisa; pero espero que os guste.