El día en que echas cuentas y ves que tienes más trineos aparcados en tu puerta que pares de tacones en tu armario, sabes que tu vida ha dado un giro radical. Hacia el abismo.
Pero no es un abismo de esos negros en los que sopla un viento desapacible capaz de helarle el aliento a cualquiera. No. Tú estás al borde de otro tipo de precipicio. Lo tuyo es un acantilado verde y pintoresco en el que crecen adorables florecillas silvestres y pían los jilgueros más redichos de la población ovípara.
No hay marcha atrás, tu vida es bucólica, pastoril, ideal, entrañable y, sobretodo, verde. Muy verde. De ese verde chillón que sólo los rumiantes son capaces de digerir sin fenecer de lozanía. Y tú que quieres imaginarte como la versión talludita de Sienna Miller con camisa masculina de esas que lucen almidonadas después de cualquier polvo, te has quedado en holograma descafeinado de la peor Julie Andrews, la de los von Trapp.
Porque tanta excursión alpina y tanta niña sonrosada tenían que pasar su factura. Una no puede pasarse los domingos viendo caer las hojas de estos otoños tan lucidos mientras tu prole revolotea lustrosa a tu alrededor y salir indemne. Tanta tarta casera, tanto pan de horno propio, tanto paisaje de quitar el hipo tienen que hacer su mella por mucho espíritu cosmopolita del que una quiera hacer alarde.
Es el precio de la calidad de vida, de haberte puesto el dirndl más veces de la cuenta sin rechistar. El impuesto silencioso de haber cambiado el metro por la bici familiar y el deportivo por la furgoneta llena de elevadores.
Y así, entre sorbito de té verde y piscolabis de hortalizas orgánicas, te encuentras tal día como hoy adecentando tu morada de ratita presumida porque esta noche viene a cenar el párroco. Han leído bien: el cura del pueblo viene a cenar esta noche a casa tigre. El cura. Del pueblo. En mi casa. A cenar. Esta noche. Hoy más que nunca, señor llévame pronto y lejos de este costumbrismo de película en tecnicolor.
No acierto a comprender, cómo he pasado de patearme París con mis tacones de ejecutiva agresiva a encarnar el ideal de matrona bávara anfitriona de lo más aguerrido del clérigo local. ¿Cómo es posible que aquel compañero de borracheras imposibles se haya convertido en este señor en gayumbos holgaditos que les hace las tortitas a mis hijas los sábados por la mañana? ¿Qué fue de aquella jovenzuela díscola que se fumada medio paquete de Camel antes de poner un pie fuera de la cama?
A saber. Lo que sí tengo claro es que este viernes, cuando se cumplan diez años desde que me convertí en la señora tigre, no estaré en un avión rumbo a una isla paradisíaca, ni pintándome el ojo para cenar el restaurante de moda, ni abriendo un paquete de la joyería más famosa de la quinta avenida.
Este viernes, cuando se cumpla un lustro de aquel sí quiero que di sin saber muy bien lo que decía, será un día como otro cualquiera con sus recados y mis manías de andar por casa. Por la noche, cuando consigamos apaciguar el griterío infantil que nos gobierna, nos encontraremos en el salón, flanqueando la chimenea encendida, armados con dos grandes cuencos de palomitas sobre la manta de cuadros, dispuestos a ver Armageddon por enésima vez y a disfrutar de esa intimidad de pantufla con calcetín que es nuestro matrimonio.
Si me hubieran preguntado hace diez años porqué me casaba hubiera dicho que pensaba que mi vida iba a ser mejor con él que sin él.
Hoy sé que tenía razón.
Por si se les había olvidado: Así nos conocimos y así nos casamos.