Revista Cultura y Ocio
Cuando se termina de leer este libro surge una gran pregunta en la mente del lector: ¿qué es Sopa de fauno? ¿La obra que permanece en silencio sobre la mesa, junto a un paquete de cigarrillos? ¿El original inédito que revisa en el borde de un acantilado el lector de una editorial? ¿Ese volumen ajado que reposa esperando manos redentoras en una consulta médica? ¿La novela que planea escribir un escritor novel? ¿El tomo que lee por las noches el taciturno empleado de una gasolinera? ¿Una extraña pieza esotérica redactada por Óscar del Prado? ¿El título que elige un cuentista para encabezar los ocho textos que envía a un concurso de la editorial Satélite? Sin ánimo de desconcertar a los lectores de esta reseña, conviene responder de inmediato: “Sí”.Pero, sobre todo, lo que Sopa de fauno nos ofrece es un espectáculo de gran literatura, donde se combinan unas atinadas ilustraciones de Lola Castillo, una bonita edición por parte de Adeshoras y, como plato principal del menú, diez espléndidos relatos de Diego Prado (Mahón, 1970), autor que aparece aquí por segunda o tercera vez, si no me falla la memoria. En ellos descubrimos sorpresas argumentales, brillantes despliegues estilísticos, humor y neurosis, que se combinan siempre en la dosis justa: el actor que logra un singular trabajo en la casa de una familia tan rica como extravagante (“Planta de interior”); el albañil italiano que no consigue encontrar una colocación estable en los Estados Unidos y que recibe, de súbito, una oferta laboral y sensual de lo más tentadora (“El infierno bajo la nieve”); la aparición de una figura femenina que transporta un mensaje para dos amigos a quienes la vida ha mantenido separados durante mucho tiempo (“Ella aguarda”); la turbación que experimenta el protagonista de un viaje en coche por Extremadura cuando entra en la consulta de una doctora (“Un viaje familiar”); los desconcertantes sonidos que emergen de un frigorífico (“El oráculo de hielo”); los sofisticados juegos eróticos a los que se entrega una pareja, y su relación con el mundo de los espejos (“El rostro deshabitado”)...El escritor menorquín ha vuelto a conseguir lo que muy pocos logran pero todos envidian: un fantástico libro de relatos. Son legión quienes, huérfanos de talento para conseguirlo, camuflan su inoperancia con fatigosas promociones en las revistas especializadas, estridencias snobs en las redes sociales, fotos de estudio y titulares gamberros o provocadores en periódicos de toda laya. Pero Diego Prado es mucho más que todo eso: es un escritor de raza, un narrador musculoso de ideas sorprendentes, que desarrolla siempre con solidez, sin tener que recurrir a extravagancias, propuestas estructurales rompedoras y otras hierbas (alucinógenas) de las que tanto abundan en el mundo mentiroso de “lo moderno”. Diego Prado piensa, organiza y relata. Al viejo estilo. Con la solvencia de quien ha leído mucho y ha aprendido los resortes sabios de la narración. Así, lo que en otras manos más inexpertas o ansiosas se convertiría en material de segunda, adquiere en él categoría de hallazgo y condición de joya.
Apunten su nombre, apunten el título de este libro y salgan hacia su librería de confianza para pedirlo. Se van a enterar de lo que es bueno.