Revista Opinión

Sopa de limón

Publicado el 26 enero 2012 por Gonzaloalfarofernández @RompiendoV

Suelo, cuando esta patria mía me duele demasiado y la economía me lo permite, embridar mi polillo y poner tierra de por medio. Carretera y manta, ya saben. Antes, cuando viajaba con la mochila a cuestas, solía escoger el destino lanzando una moneda al aire, pero desde que tengo cabalgadura ni esa molestia me tomo. Estoy tan quemado que me da lo mismo acabar escopeteado en Kosovo que mendigando sentido común en Bruselas. Actitud suicida que me ha permitido explorar el lado oscuro de la sociedad, metiéndome tantas veces en la boca del lobo que ya le conozco hasta los lunares. Viajo mientras mis fuerzas resisten y mi yo más realista se olvida de recordarme que nunca conseguiré despistar mis traumas en una estación de servicio. Ni aunque sea en la periferia del quinto pino. Lo que ocurra antes. Después me alquilo el cuchitril más miserable que encuentro -por eso de que la literatura exige tener siempre el alma a la vista- y allí me quedo, conjugando mis decepciones con mis esperanzas, hasta que la plata y la ilusión me abandonan. Que todo sea dicho, suele ser más pronto que tarde.
   Como mi polillo es viejo y melancólico prefiere las carreteras secundarias. Y yo le doy ese gusto con tal de que no me descabalgue patinando en su propio aceite. Es gracias a esta adicción suya por los baches, las roderas y los embarrados, que he podido conocer la parte más recóndita de los países que he visitado. Y a sus peculiares habitantes. Créanme, no hay nada como viajar sin un céntimo y sin un mapa a mano para conocer los lugares más pintorescos. Especialmente si tienes una propensión exagerada a perderte, como es el caso de un servidor.
   En estos viajes he visto y vivido un poco de todo. Me he topado con harapientos robándole la cartera al compadre muerto por congelación a la puerta de una licorería, tiroteos cuya procedencia nunca supe adivinar cuál era ni si me encontraron en medio por casualidad, me he visto inmerso, sin comerlo ni beberlo, en refriegas a navajazos donde al estar desarmado la diferencia entre salir del garito por tu propio pie o en camilla depende de tu habilidad en manejar un taburete como escudo; pero también he visto y vivido el lado bueno del ser humano, el que te reconcilia con la especie: amores generosos, amistades sinceras y muestras de hospitalidad que cada vez se estilan menos por esta desangelada tierra.
   Hoy voy a contarles una anécdota que me gusta recordar para tener siempre presente que en todas partes cuecen habas. O dicho de otro modo, que a pesar de nuestras diferencias culturales y raciales, un mismo espíritu nos alienta. El espíritu que nos vuelve a todos, en mayor o menor medida, unos cabrones guasones. Si me permiten término tan feo.
   Me sucedió en Polonia. Era a mediados de Noviembre y hacía un frío que se las pelaba. Había estado malviviendo en Lituania durante cuatro meses gracias a la ayuda de Mi Salvadora (un día quizá les explique quién es y por qué la llamo así) y lo poco que sacaba dando clases particulares de español. La cuestión es que llegó el fatídico día en que mi cuenta bancaria reflejaba números rojos y además me había quedado sin alumnos. Lo de los números rojos significa que me queda el dinero justo para volver. Les explico. Desde que salgo de mi querida patria voy anotando en una libreta lo que gasto en gasofa, en pensiones y en comida. Así calculo el dinero que necesito para regresar. Dinero que dejo en reserva y que no toco aunque me esté retorciendo de hambre. Bueno, miento, porque a la vuelta casi siempre me veo forzado a convertir el coche en posada… La cuestión es que cuando agoto el dinero y las clases no me llegan para pagar el alquiler, carretera y manta de nuevo. El exilio forzado a la inversa. Es eso o pillarme una cogorza y dejarme morir en la calle abrazado a una farola. Que no estaría mal después de todo. Al menos moriría abrazado a algo y con una sonrisa en la cara. Pero en aquella ocasión la moneda no determinó que hubiese llegado el momento de mandarlo todo al carajo. Así que a rodar de nuevo.
   Y allí me tienen ustedes, atravesando Polonia en mitad de la noche, con un frío polar de aúpa, enfundado en toda mi ropa de abrigo porque el aliento del polillo a veces se vuelve telúrico. Imaginen la estampa. Parecía un astronauta lavando un plato, con el frío calándome los huesos, el sueño reclamando su territorio y el estómago bramiendo su desconsuelo.
   Cuando ya estaba intentando localizar un arcén lo suficientemente ancho para no molestar el pique entre dos camioneros adoradores de Santo Kubica y evitar así que alguno de ellos me llevara de alerón como adorno, resignado a un duermevela perruno en el coche, en mitad de la nada me topé con un pueblo fantasma. Un poblacho medio abandonado del que nunca supe su nombre ni su ubicación exacta y del que tengo serias dudas de que haya sobrevivido a la niebla. Si les digo la verdad, sólo recuerdo que llegué esquivando muchas curvas y vadeando socavones tan profundos que temí que se me descuajaringara el polillo.
   Bajé del coche sin mucha esperanza de encontrar un alma. Y menos paseando a una vaca lechera a esas horas. Pero de todos modos tenía que estirar las piernas antes de que se me encasquetaran como las manos de un inspector de Hacienda. Hubiera matado por una buena sopa caliente o algo que se le pareciera. Si les digo la verdad, tenía tanta hambre que hasta hubiera agradecido un caldo de piedras. Y he aquí, cuando mi desconsuelo comenzaba a clamar al cielo venganza por haber nacido, que veo un haz de luz repartirse entre una puerta y un ventanuco colindante a la misma, arrojando sombras con textura de asado. Y todo ello  acompañado de una estridente ráfaga de jolgorio salvaje.
   Yo, que soy un lobo solitario, suelo huir de los lugares atestados como alma que lleva el diablo. Pero el hambre y el frío me hicieron acercarme en aquella ocasión como el perro famélico se acerca al hogar aun sabiendo que lo pueden moler a palos. Ningún cartel colgaba en la entrada. Aunque por aquellas tierras el hecho de no indicarlo no significa que no lo sea, algo que ya había aprendido en un sitio más indecente. No se andan con tantos melindres como por aquí. Y además suelen ser mis lugares favoritos, antros de mala muerte donde la peña, entretenida en espantar cucarachas y fantasmas, ni te mira. A mí, bicho raro e insociable. Así que como la puerta estaba entornada no me lo pensé dos veces.
   Y he aquí que apenas asomo la cabeza cuando una treintena de alegres rostros coloradotes, reunidos en torno a una enorme mesa de matadero, enmudecen y se giran al unísono para mirarme, mudándoseles la alegría del vino por la avinagrada del recelo. Era obvio que interrumpía un festejo. Maldije mi suerte: aquello era una casa privada.
   El que debía ser el dueño, la que parecía ser su mujer y un armario empotrado hecho de hierro fundido y con carácter de Kalashnikov –uniforme militar incluido-, se me acercaron con gesto adusto. Como ya no podía echarme atrás, medio inconsciente por el olor del guisado que me perforaba la pituitaria, me hice el sueco, ya saben, sorri, aim lukin a restaurán. En fin, que pregunté por si acaso servían comida. Pero entre que ya estaban algo cocidos y que de inglés cojeaban más que yo, no se coscaron de nada. Lo único que entendieron por mis gestos, y sobre todo por las miradas ansiosas que lanzaba a las viandas, es que estaba hambriento. Me di cuenta enseguida de que me tomaban por un vagabundo pidiendo limosna y temí que el gigante, cabreado por haberle interrumpido la pitanza, me hundiera la cabeza entre los hombros golpeándome en la cima del cogote al estilo de Bud Spencer.
   Desesperado, quise explicarme mejor, gesticulando lo máximo posible para darles a entender que llevaba muchos kilómetros viajando por una sinuosa carretera y me había perdido. Y a punto estuve de buscarme la ruina al aventurarme con la explicación, porque desconociendo la palabra curva en inglés la dije en español, ignorante yo de que en polaco suena igual que la palabra prostituta. Como pueden imaginar, por la cara que se les quedó adiviné que algo malo había dicho. Nada menos que pensaron que tomaba aquello por un burdel y al gigante por la madame.
   Afortunadamente, el malentendido no pasó a mayores gracias a un chaval de unos veinte años que vino a auxiliarme en momento tan delicado. Pude así al fin hacerme entender y explicarles mi situación. Sólo buscaba un sitio donde poder llevarme algo a la boca. Nada más. Y pagando, por supuesto. Aunque fuera en versos.
   Y al poco allí me tienen ustedes, sentado entre ellos como uno más, codo con codo con el bestión, poniéndome las botas. No tardaron en comprender que soy poco hablador y dejaron de agobiarme con preguntas, prosiguiendo la chanza conmigo pero sin mí. Como a mí me gusta, independientemente de quienesquiera que sean mis compañeros de mesa. Así que apenas diez minutos después me encontraba como entre viejos camaradas de antiguas guerras perdidas. Tan a gusto. Y entre el plato de carne que me sirvieron en muestra de generosa hospitalidad, propia del pueblo polaco -bien racionado me hubiera dado para todo el viaje de vuelta-, y la jarra de medio litro que me eché de un trago al gaznate, pronto recuperé el color, el calor y me sobró la mitad de la ropa. Vamos, que empecé a sudar tanto que pensaron que tenía fiebre.
   El caso es que tras haber aumentado un estadio la distancia entre pecho y espalda, las mujeres, alegres y voluntariosas, retiraron los platos y trajeron unos cuencos que contenían un mejunje de limón. Puesto que habían sacado lo último una especie de pez feo y arrugado, cebado con residuos nucleares de la antigua URSS, yo adiviné enseguida que aquello era para lavarse las manos. Alguna de las mujeres lo habría visto en la tele y consideró que acontecimiento tan festivo merecía un poco de sofisticación. O lo que más me temo, les tendieron una trampa a los varones para burlarse de ellos, porque era obvio que esa costumbre no se estilaba por aquellos lares. Y he aquí que de entre los catorce o quince hombres que me acompañaban, al menos la mitad de ellos, puedo jurarlo, no resistieron la tentación de meter sus cucharas en el brebaje y empezar a bebérselo como si de consomé se tratara. Pero el gigante, que de madame tenía poco, asilvestrado él y con ganas de protagonismo, agarró el cuenco a las bravas y sorbió aquello como un animal sediento. Así, como si se estuviera bebiendo la vigesimoquinta cerveza de la noche. Y justo en ese momento, cuando su careto mostraba la decepción al no hallarle propiedades etílicas al zumo, una de las mujeres –dulces en mano- asomó por la puerta y al verlo de tal guisa profirió un agudo grito histérico, al que se sumaron a coro el del resto de las mujeres, precipitadas al salón con ganas de broma, señalando al bruto como al mayor asno del mundo. Los que tenían todavía la cuchara en la mano rápidamente la soltaron y se enjugaron la boca con las mangas para borrar todo rastro incriminatorio, entendiendo por la gritería que era mejor disimular. Y al poco aquello desembocó en una brutal carcajada colectiva donde todos –los que incurrieron en la misma falta eran los más exagerados- señalaban al bruto con el índice y se retorcían en las sillas de la risa.
   Huelga decir que fue la comidilla de la noche y el calvario del brutote, pues no hubo chanza, a juzgar por sus histriónicas imitaciones de la gesta, que no lo incluyera. Para mí que si no hubiera estado borracho como una cuba nos hubiera despachado a todos al infierno.
   Que, por cierto, no llegué a adivinar qué celebraban, porque no había niños que delataran una comunión, tampoco tarta de cumpleaños y juro que la moza que me calentó las sábanas no llevaba vestido de novia. Ni siquiera enaguas, con la que estaba cayendo.
   En fin, lo que quería decirles es que somos extraños animales domésticos. Nunca nos reímos tanto ni nos acomete una risa tan sincera como cuando alguien mete la pata que perfectamente podríamos haber metido nosotros. O que incluso hemos metido alguna vez. En esa burla no hay maldad. Lo que hay, en el fondo, es un reconocimiento de especie absurda soterrado. De sabernos todos con los mismos genes. Humanos e imperfectos, para entendernos. Y algo chiflados.
   Yo tengo una teoría –quizá disparatada- para explicar este tipo de comportamiento. Creo que tenemos un yo-natural atávico, salvaje, mordaz, guasón, estoico y algo cabrón que vive agazapado en los pliegues de nuestro yo-cultural, serio y educado (entiéndase en el más amplio sentido de la palabra), y que ante situaciones absurdas, donde entran en conflicto nuestro instinto y la sofisticación de las costumbres, si el primero vence explota y se desternilla de la risa. Es su venganza por tenerlo tan enjaulado.
   En realidad, al reírse del que mete la pata, el sujeto que lo hace se está riendo de sí mismo. Sin saberlo, por supuesto. El orgullo, la vanidad y la educación, que no tienen más empeño que tratar de desmentirlo, nunca se lo permitirían. Es el reconocimiento inconsciente de su imperfección, porque sólo en el espejo de los demás puede asumir con guasa sus propios defectos. Así de complicados somos. Pero el yo-natural no se autoengaña, sabe que si las circunstancias de su vida hubieran sido distintas o simplemente la suerte no lo hubiera acompañado, el yo-cultural bien podría ser el centro de la mofa. De ésa y de tantas otras.
   Y es por esto también que la risa compartida en estos momentos hermana como pocas, porque produce una solidaridad de especie, un reconocimiento tácito de que somos animales torpes que nos hemos creado un mundo tan artificial que nos provoca continuos sobresaltos y nos mete en berenjenales que nos sacan los colores. Así que esa risa no viene a ser sino la venganza guasona y con muy mala uva de nuestro yo-natural. Su burla de nuestra sofisticación y de la madre que nos parió por habernos complicado tanto la existencia.
   Que sean felices…

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