La muerte llegó gratuita
a eso de la medianoche
no son horas de visita.
Mario Benedetti
Retiró del armero del cuerpo de guardia el cetme. Se sentó en el banco, apoyó la culata en el suelo y la barbilla en la punta del cañón. Echó la cabeza hacia atrás y levantó el cetme lo suficiente para que le llegara el dedo índice izquierdo al gatillo. Era zurdo. Presionó sobre el gatillo.
Unos minutos antes, El Virutas, que así le llamaban, había regresado de su puesto de guardia, en una de las esquinas del campamento. Las dos horas que había estado de plantón en el puesto, las había pasado anticipando con malicia las bromas que les iba a gastar a los novatos que acababan de llegar del permiso de la Jura de bandera. Sabía que entraban de refuerzo de guardia tres de la novena compañía. Cuando llegó al cuerpo de guardia para el descanso de dos horas buscó a alguno de los novatos. Estaba allí El Gallego. Tenía cara de pánfilo y desde luego no era muy avispado. Se le acercó por la espalda y lo encañonó con el cetme.
– Manos arriba. – Le espetó a traición.
El Gallego, sin pensarlo dos veces, se dio media vuelta y le soltó una hostia de las que hacen época.
– ¿Por qué no apuntas a la puta de tu madre? – Le dijo al mismo tiempo.
– Gallego, me cago en el copón. ¡Qué era una broma! Está descargado. – Dijo dejando el cetme en el armero. No sé si se quejaba o se disculpaba.
– Con las armas no se juega, Virutas, que ya sabes lo que dicen de que cárgalas el diablo. – Le replicó El Gallego.
-Tú estás tonto Gallego, ¡que me falta un mes para licenciarme! ¿Tú te crees que me la voy a jugar de una manera tan tonta? ¡Mira, gilipollas! Y se dirigió al armero.
Tuvo un insignificante error al coger el cetme del armero, en lugar de coger el quinto por la derecha, que era el suyo, cogió el sexto.
Lo enterraron con ojos de sorpresa.