Revista Educación

Sorpresa

Por Juancarlos53
Sorpresa

A Miriam el tercer paciente de aquel jueves le llamó la atención desde el primer momento. Cuando la médico de Familia del Centro de Salud Doctor Ramón Castroviejo lo vio entrar en su consulta cabizbajo, serio, con expresión preocupada, se preguntó qué le pasaría a ese portento de la Naturaleza, a ese paciente el menos paciente de todos sus pacientes.  Con la cordialidad que la caracterizaba y la que durante sus años de Residencia le habían recomendado utilizar para dirigirse a los enfermos lanzó al hombre abatido  que estaba ante ella un neutro y positivo “Pasa, pasa, Emeterio. Siéntate. Y dime. ¿Cómo va todo?”

Emeterio, Eme o don Eme como lo llamaban en la urba, era en opinión de Miriam un portento, un espécimen humano único. A sus 67 años de edad poseía una tersura de piel, una viveza ocular, una fortaleza y espesura en el cabello, una musculatura y proporciones corporales …, que serían la envidia de cualquier hombre de cuarenta. La doctora Ramírez, Miriam para los íntimos, siempre se había preguntado a sí misma a qué obedecería esa fantástica constitución y forma física.

Hacía ya muchos años que Emeterio, ante propios y extraños, presumía, ya no de lo que estaba a la vista de todos, sino también, ¡y mucho!, de lo que nadie podía ver, esto es, de lo que carecía. Terio –sus amigos de siempre: Aníbal y Márquez, el del quiosco de prensa,  se divertían mucho dirigiéndose a él con la aféresis de su nombre- Terio, como digo, a la edad que tenía no sabía qué era la presbicia, ninguna mancha de piel se había asentado en su cara o en sus manos, ningún dolor articular podía el buen hombre describir dado que carecía de ellos, y de memoria…  Emeterio era incapaz de recordar el día que había olvidado alguna cosa. En broma Márquez le decía que una vez se le olvidó darle la hora y que eso ya podía ser un síntoma de que el declive se iniciaba. Lo cierto era que Terio recordaba, como si los hubiera memorizado ayer, los poemas aprendidos durante su niñez y adolescencia en el Colegio; y lo mismo le pasaba con la Historia, cualquiera que fuese: de España, Sagrada, Universal, de la Ciencia, de la Literatura…Era decirle un nombre, una fecha, la denominación de una batalla para que Eme desgranase toda la retahíla de datos, cifras y circunstancias que rodeaban al mismo.

—Borodinó —le soltaba  Aníbal, que era quien más gustaba de provocar lo que él denominaba “Emeterio en modo historiador”. Y como si del asistente de Google se tratara don Eme se arrancaba: «La batalla de Borodinó  o batalla del río Moscova tuvo lugar el 7 de septiembre de 1812. Fue uno de los mayores y más sangrientos enfrentamientos  de las guerras napoleónicas, enfrentando a cerca de un cuarto de millón de hombres.»

—España, año 1937.

Y Terio se lanzaba cual bala perdida: «En 1937 se consolida el frente y asedio de Madrid. Tienen lugar batallas y bombardeos muy importantes entre los que se cuentan: toma de Málaga; batallas del Jarama, Guadalajara y Bilbao; bombardeos de Guernica, Jaén,  de Brunete y Belchite. En Málaga los fascistas italianos…» Y proseguía imparable relatando cuanto él conocía, que era mucho, sobre esas batallas, aquellos bombardeos, la entrada de los sublevados a sangre y fuego en las ciudades derrotadas… Había que decirle que parase, que dejase de aturullar con su sabiduría. “Vale, vale, Terio, para el carro” .

Por eso cuando la doctora Ramírez lo vio entrar compungido en la consulta se preocupó. “¿Todo bien, Emeterio?”. Pero la cosa no iba todo lo bien que solía. Don Eme le comentó que desde hacía un tiempo, quizás cuatro o cinco meses, las llagas se habían apoderado de su boca. Era una nimiedad, le decían todos, pero el sufrimiento aunque menor, dada su recurrencia se le estaba haciendo insoportable. El ardor, la picazón, le sublevaban, y qué decir del escozor que se adueñaba de su cavidad bucal cuando tomaba cualquier fruta ácida que tanto le gustaban. No aguantaba más. “¿Qué me está ocurriendo, doctora? ¿Son compatibles estas aftas con mi comprobada salud de hierro?”

Tras tranquilizarlo, Miriam, dada la edad de don Emeterio, decidió realizarle una serie de pruebas analíticas, exámenes radioscópicos, ecografías, resonancias magnéticas y tomografías computarizadas a fin de descartar lo peor. Ella y sus colegas de las batas blancas tenían por costumbre ponerse siempre en lo malo a fin de cubrirse las espaldas. Si la cosa iba mal: “Ya se lo advertí. En cuanto usted me contó los síntomas me percaté de la gravedad”. Y si las cosas no eran para tanto: “las analíticas, las pruebas que te he realizado y los tratamientos que te ordené  seguir han tenido éxito Emeterio. Hiciste muy bien en venir a verme”.

Siempre era así, pero esta vez le daba en la nariz a Miriam que algo había descarrilado en ese fantástico corpachón que hasta el momento el portador de esa memoria inacabable  había ostentado.  “Me voy a tomar muy en serio su caso, Emeterio. Mandaré que el laboratorio haga un examen exhaustivo de los humores y muestras que le enviemos.” La doctora Ramírez intuía, aunque no lo declaraba, que esas pústulas y heridas aftosas anunciaban con mucha probabilidad una leucemia crónica en don Eme.

A las cuatro semanas, tras toda una serie de visitas a centros de extracción de sangre, de diagnóstico por la imagen, de entregar diversas muestras fisiológicas para su análisis, y recoger los respectivos resultados, Emeterio, sentado en la sala de espera del consultorio, temblándole las canillas, aunque simulando estar sereno y tranquilo, aguardaba la llamada de la doctora Ramírez. Don Eme pensaba en lo que Aníbal, su mejor amigo, le había contado sobre lo sucedido a Ezequías. “Sí, Terio, coño, ¿cómo que quién  es Ezequías? Mira que me estás preocupando. ¡Pero si trabajó contigo en la Diputación provincial durante los dos últimos años, antes de jubilarte!”.

Nada, Ezequías no existía en la mente de Emeterio. También él comenzaba a estar preocupado. A él nada se le escapaba. Si era verdad lo que sobre este tal Ezequías le decía Aníbal ¿por qué no recordaba nada sobre él? Quizás esas heridas bucales eran anuncio de que el deterioro cognitivo estaba ya aquí, que Mr. Alzheimer anunciaba su visita, que la senilidad llamaba a su puerta. El número de orden que tenía en las manos era el 411EG. Con nerviosismo, cada vez que sonaba la campanita anunciadora seguida de la voz neutra de la Siri de turno («022JC, consulta 4»), miraba la pantallita de la sala de espera. Todavía no era su turno, aún no había llegado su hora. O sí había llegado ya. “¡Ay, madre, qué me está ocurriendo. Pero si a mí me llamaban ‘mar de la tranquilidad’!”

(«411EG, consulta 7»). Por fin, salió su ficha. Emeterio se levantó de la silla y se encaminó a la puerta de la consulta de la doctora Ramírez. La cabeza se le iba, se sentía algo mareado. Seguramente eran impresiones suyas. Hay que ser fuerte, Emeterio, se decía a sí mismo al tiempo que de su boca salió un metálico, hueco y vacío “Buenas tardes, doctora, ¿se puede?”. Miriam tenía dispuestos sobre la mesa del despacho toda la serie de informes y resultados de las pruebas realizadas a Terio. “Pase, pase, Emeterio. Siéntese”.

Después de las habituales e introductorias frases hechas, utilizadas por los facultativos de cualquier consultorio, Miriam fue directa al asunto. Tras comentar con Emeterio la analítica de sangre, la de orina, la de sangre en heces, lo que había resultado de la resonancia magnética de la cavidad bucal y de la búsqueda a través del TAC de efectos o elementos extraños en las partes blandas corporales, la doctora Ramírez le dijo al azorado paciente que  padecía un síndrome nada frecuente denominado por los investigadores ‘Síndrome Button’. De la perorata, henchida de cifras, datos y comentarios, que Miriam hizo sobre las pruebas realizadas, nuestro enfermo, sano como un roble pocos meses ha, sólo escuchó, sólo se le quedó grabado, el curioso nombre del caballo sobre el que, seguro, cabalgaba el cuarto jinete del apocalipsis: «Síndrome Button». Y como el del caballero, el rostro de don Emeterio adquirió un color ceniciento, pálido, amarillento…

Sorpresa

—Sea sincera conmigo, doctora, se lo pido por favor. ¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó nuestro personaje a la médico liberado ya de la zozobra que da desconocer el mal que padecemos. De pronto se había despertado en él la figura del luchador. Si la cosa venía mal, lucharía hasta el final.

—Dada su constitución briosa, la ausencia de cualquier excrecencia propia de su edad y tal, creo que quizás no debiera usted preocuparse— le respondió Miriam.

—Me preocupo, doctora, pues veo que ya no soy el mismo—dijo Emeterio. Y para apoyar su afirmación contó a la facultativo el episodio de Ezequías y su completo desconocimiento acerca de quién era esta persona que todos le decían había sido compañero suyo durante los últimos meses de su vida laboral.

—Es normal que esto te pase— dijo Miriam sonriéndole tras haber recibido respuesta positiva a la pregunta de si podía tutearle —Y de ahora en adelante te sucederá cada vez más. El ‘Síndrome Button’  se comporta, por lo que parece, siempre así. Yo misma desconocía cómo actuaba. Es algo muy poco frecuente. Me he informado sobre el mismo. Se trata de un proceso degenerativo a la inversa. Cada día, semana, mes…  irás desaprendiendo y olvidando todo lo que ese día, semana, mes… anterior hubieras aprendido o realizado. Scott Fitzgerald lo describió paso por paso. Puedes leerlo, acude a su texto. Tu caso no es tan estricto como el que él mostró. Fíjate en cómo buscando una cosa hemos encontrado otra que no sólo no te llevará a la muerte sino que poco a poco regresarás al inicio, a la gestación, a tu kilómetro cero. ¡¡Enhorabuena, Terio!!


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