A veces buscamos no solo entretenernos sino inspirarnos. A veces una serie nos pone a bailar, a cantar, a pensar, a sentir. Me gustan los perdedores, pero más me gustan los raros, que a la larga somos todos. Incluso la porrista preocupada por su reputación o su fuerte y autoritaria entrenadora, también el popular mariscal de campo del equipo de fútbol. En el fondo nadie es lo que parece.
Desde que empezó Glee, hemos sido atrapados por una ola de optimismo, buena música y baile, que se extiende mucho más allá de los capítulos y se queda en nuestros reproductores musicales por días. Pero lo que más me conmueve de Glee no son sus canciones y momentos emotivos, sino el profundo mensaje que lleva inmerso: todos tenemos una condición que nos hace especiales y diferentes, pero en el reconocimiento de esa diferencia nuestros derechos deben ser los mismos. El derecho a ser tratados legalmente iguales o el derecho a cantar libremente, da lo mismo.
En los episodios de Glee hemos visto abordar con sencillez y buen juicio ese tema. Ya sea con el gay, el nerd, el discapacitado físico o mental, el negro, el extranjero, el judío, el ñoño. Qué gran lección nos ha dado Sue Sylvester en el capítulo 1x09 (fabulosa además Jane Lynch, nuestra querida Joyce Wischnia de The L Word): los raros no queremos que se nos trate distinto, queremos que se nos trate igual. No queremos solo el derecho a la diferencia, queremos también el derecho a la indiferencia.
Si no te gustan los musicales, pero te gusta la música; si no te gustan las historias de adolescentes, pero llevas un adolescente en tu corazón; si te sientes raro, por la razón que sea: Glee es la serie para ti. Porque la lucha por ser populares, exitosos o simplemente felices continúa por siempre y los años de colegio quedan atrapados en nuestra mente así nos hagamos grandes.
GLEE from Anton Atanasov on Vimeo.
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