Playa. Alcohol. Sexo. Drogas. Psicodelia. Armas. Desenfreno. Noche. Sexo. Descontrol. Música. Noche. Alcohol. Hip Hop. Violencia. Drogas. Jersey Shore en versión hardcore. Teen stars mutando en bad girls, perdiendo la virginidad por enésima vez, provocando la masturbación de los adolescentes que las vieron en Disney Channel. Oda visual a la locura que ha convertido muchas noches contemporáneas en un averno bañado de absenta y espolvoreado de cocaína. ¿Puede haber poesía en el fast food televisivo servido por la MTV? Nada es imposible para la amoral y alucinada cámara de Harmony Korine.
No es fácil entrar en el juego de Spring Breakers. Diez minutos, y la declaración de intenciones está servida. Tetas, pollas, cerveza a discreción, cámara lenta y la libertad del digital campando por doquier. Parece un homenaje al universo teenager, que tanto placer produce al ávido rastreador de zappings. Poco durará el espejismo. Un viaje vacacional sirve para que Korine, desatado, recoja la -falsa- esencia MTV y la multiplique por infinito, arrasando la pantalla con dosis múltiple de crack, queroseno y testosterona. Lo hace sumergiendo al espectador en un looping infinito, volviendo atrás una y mil veces, repitiendo escenas, frases y sensaciones, y convirtiendo la sala de cine en un alucinógeno de primer grado. A ritmo de hip hop y psicodelia, pronto veremos el descenso a los infiernos de cuatro jóvenes que buscan la noche, y se topan de bruces con la oscuridad.
Cuatro sweet stars (Selena Gómez, Vanessa Hudgens, Rachel Korine y Ashley Benson) son el particular juguete con el que Korine da forma a su historia. Tal vez no estén tan lejos del Disney del que varias proceden, sólo que aquí no hay manzanas, sino drogas. Ellas mismas dejan de ser princesas para convertirse en chicas muy, muy malas. Olvidan cualquier tipo de regla, y hacen realidad el húmedo sueño de cualquier universitario ávido de nuevas sensaciones. Asaltan un restaurante de comida rápida para lograr dinero, entran con todo en una fiesta sin control, exploran, besan, se besan, consumen, experimentan, penetran en los territorios de un mafioso -inmenso James Franco- sin más moral que la que dicta el olor del dólar y, finalmente, emulan a las adolescentes de Death Proof arrasando el campamento del asesino de turno. "Mamá, lo estamos pasando muy bien. Estamos conociendo mucha gente. Esto es alucinante". No hay miedo ni control. Sólo excitación ante el peligro. No está mal, ¿verdad?
Un minuto de descanso. Siéntense en el sofá, sírvanse marihuana -o una tila- y relájense. James Franco al piano; tres teenagers camufladas con un arrebatador pasamontañas de color rosa; y una balada de Britney Spears a capella sonando por todas partes. Una extraña y desconcertante poesía se adueña de la pantalla. La misma que se esconde entre luces de neón, bikinis fosforescentes y mil secuencias en las que todo es húmedo, sexy y alucinante. No hay mensaje -o no parece haberlo-. Sólo placer y destrucción. Y sexo. Y saliva. Y dinero. Y drogas. Y alcohol. Y sudor. Y hip hop. Y desenfreno. Y una eterna noche sin final. Baby, one more time.