Revista Cine
Con más de trescientos relatos cortos y veinte novelas en su haber, Ernest Haycox , cuya influencia sobre los escritores de historias del lejano oeste norteamericano es palpable, un buen día se inspiró en un relato corto de Guy de Maupassant, titulado Bola de Sebo , en el que el ilustre escritor galo ponía en solfa las actitudes hipócritas de buena parte de la sociedad francesa.
El relato de Haycox, debidamente adaptado a las aventuras del inhóspito oeste, se tituló Stage to Lordsburg y recabó el interés del maestro John Ford que consiguió hacerse con sus derechos cinematográficos abonando por ellos 2.500 dólares de la época, actuando el maestro como productor y naturalmente director de la película que pensaba rodar.
Ford solicitó la colaboración de Dudley Nichols, con quien ya había trabajado anteriormente y se dispuso a rodar un western después de varios años sin afrontar el género que injustamente le dio la fama: injustamente, porque en el vulgo se constituye en lastimosa reducción de las capacidades de Ford, quien socarronamente abundaba en esa fama a pesar que ninguno de sus cuatro Oscar como Director los recibió por western alguno.
Curiosamente Ford halló múltiples obstáculos para rodar su película porque el género del western -que él conocía perfectamente de la época silente- había caído en desgracia entre las productoras, reducido a la serie B en un cúmulo de películas que se rodaban en apenas unas semanas con historias archiconocidas por el público que se deleitaba con los tiroteos y las hazañas vistas mil veces de sus héroes a caballo vestidos de vaqueros alejados de la dura realidad y adornados de un maniqueísmo fácil dirigido a un consumo rápido.
La historia no fue del agrado de O'Selznick que en un principio incluso llegó a pensar en rodarla en tecnicolor al servicio de Gary Cooper y Marlene Dietrich; Ford y Nichols ya habían concertado acuerdos con Claire Trevor y John Wayne y no quisieron dar su brazo a torcer porque además la presencia de las dos citadas estrellas conllevaría modificaciones en el guión inaceptables para ellos.
Así fue como Ford rompió su acuerdo con O'Selznick y acabó, después de varios tumbos, trabajando con Walter Wanger, productor independiente.
La historieta escrita por Haycox recibió gracias a Nichols (ayudado por Ben Hetch) unos diálogos que permiten a Ford pintar en breves escenas la personalidad de un grupo de viajeros que se desplazan en La Diligencia (Stagecoach, 1939) a través de los incomparables parajes de Utah hacia la ficticia población de Lordsburg, meta de cada uno por diferentes razones:
Dallas (Claire Trevor) y el borrachín Doc Boone (Thomas Mitchell) deben partir porque la Liga de las Mujeres Decentes así lo ha decidido: deben abandonar su pueblo porque dan la nota en exceso: ella por hetaira casquivana y él por ebrio habitual. La presidenta de esa Liga moralizante es la esposa del banquero Gatewood (Berton Churchill) que también se incorporará a los viajeros de extranjis, llevándose cincuenta mil dólares depositados en su banco sin avisar a su estirada cónyuge.
El conductor, Buck (Andy Devine, elegido por Ford porque ¡sabía conducir un carruaje tirado por seis caballos!) no tiene otra opción ya que el sheriff Curley (George Bancroft) le obliga al suponer que un tal Ringo Kid (John Wayne) se dirigirá a Lordsburg buscando venganza en su huida de la cárcel que le retenía.
Y el jugador de ventaja sureño Hatfield (John Carradine) decidirá abordar esa diligencia para no dejar ni un momento sola a la señora Lucy Mallory (Louise Platt) que decide proseguir el viaje hasta encontrarse con su esposo, oficial del ejército.
El pobre Mr. Peacock (Donald Meek), viajante de whiskey que habla como un párroco, se verá obligado por las circunstancias.
Décadas antes que los sesudos críticos de cine descubrieran el concepto de "película coral", John Ford se sirve de la idea de Maupassant, adaptada al oeste por Haycox, para contarnos una historia en la que personas de carne y hueso con sus virtudes y defectos arrostrarán los peligros de un viaje que para alguno será camino de redención y para otros el paso a una nueva vida, borrón y cuenta nueva de una experiencia vital con futuro incierto en un tránsito repleto de peligros significado por una sola palabra: Jerónimo, el líder de los revolucionados apaches que asola la comarca y que, como sombra ominosa va siguiendo los pasos del pequeño grupo, cada cual con sus anhelos y sus necesidades.
Ford en apenas hora y media cuenta muchas cosas y lo hace con su acostumbrada maestría dando una lección de economía cinematográfica: alternando los grandes espacios abiertos de Monument Valley con los interiores de un par de posadas y el mínimo espacio interior de la diligencia que lleva a toda esta gente representativa de buena parte de la sociedad, combina el camino amplio del trayecto que se convierte en una huida hacia adelante con la claustrofobia de unos interiores oscuros cuando tienen paredes y apretados cuando es el carricoche, donde obliga a todo el grupo a convivir en una situación en la que la necesidad de mantenerse juntos incluso llega a decidirse a mano alzada entre unas gentes de diversa condición: origen, clase, nacimiento y modus vivendi, amén de lealtades incontestables basadas en la historia vital de cada cual, permitiendo Ford que el espectador sepa más que sus protagonistas, consiguiendo la empatía en el patio de butacas con una facilidad asombrosa gracias a la enorme claridad de la exposición de las motivaciones de los personajes fruto de un lenguaje cinematográfico aparentemente sencillo, en buena parte debido al excelente trabajo de Bert Glennon con un blanco y negro adecuadísimo en cada momento, sean interiores en penumbra sea en asolados exteriores.
Los elementos de la película son prototípicos del western más clásico porque Ford no olvida las escenas de persecuciones rodadas con la inestimable colaboración del grandísimo Yakima Canutt y tampoco falta el duelo de pistolas aunque Ford, más interesado en sus personajes que en la mera acción, lo resuelve con una elipsis creando escuela; de hecho, La Diligencia, rodada en 1939, hace ya tantos años, viene a representar un modelo a seguir en la forma de rodar el western como género; Ford iría depurando su estilo con el paso de los años, pero todos sabemos que Orson Welles, antes de ponerse a rodar su primera película, visionó ésta más de cuarenta veces.
No es de extrañar, porque Ford demuestra una capacidad de síntesis inimaginable en una película a priori sencilla que revisada con calma permite comprobar como una historia aparentemente típica, la del viaje por tierras inhóspitas, deviene en un estudio psicológico de nueve personajes muy bien delineados en unos diálogos breves y concisos sin alardes literarios: las conversaciones de unos con otros nos mostrarán su motivación en el viaje así como sus anhelos y esperanzas centrados en el fin del mismo y Ford sabe dosificar el ritmo apropiado para no caer nunca en sensiblerías ni perder de vista la agilidad del relato que nos cuenta, alternando escenas íntimas con acciones rodadas de forma espectacular.
Ford dirigió al elenco como acostumbraba, con su mal genio y despotismo habituales, centrándose especialmente en John Wayne, que habiendo rodado ya ochenta películas era contemplado por los estudios como un segundón que nunca sería una estrella taquillera: Ford se cebó a conciencia con Wayne: en una ocasión, habiendo oído un comentario de Wayne referente a lo increíble que resultaba Andy Devine manejando las riendas de las seis yeguas, John Ford paró el rodaje, llamó a todos a concilio y, burlándose de Wayne, explicó a todo el equipo el comentario de Wayne.
Lo cierto es que Ford había apostado muy fuerte por Wayne y no quiso que el actor se sintiera "estrella" en ningún momento, poniéndole los pies en el suelo. De hecho, el carácter de Wayne no está por encima de ningún otro, pero ciertamente, nada más verlo aparecer deteniendo la diligencia, ya empieza a robar la escena; y no lo tuvo fácil, porque el elenco está magnífico, sobre todo Claire Trevor, Andy Devine, John Carradine y Thomas Mitchell (que consiguió el Oscar al mejor secundario) quienes realizan un trabajo encomiable a las órdenes de Ford, marca de la casa, no en vano el cine de Ford descolla por la calidad de sus secundarios que siempre tienen alguna escena en la que lucirse: Ford era un maldito gruñón y un tirano, pero sabía perfectamente lo que tenía que hacer para que su película funcionara y antes y después de los rodajes siempre apreció a sus actores, consiguiendo un equipo que daría grandes obras: la prueba está en que Wayne, a pesar de todo lo que le hizo sufrir, nunca rechazó trabajar para Ford.
La Diligencia se erige con el paso del tiempo es un bastión inexpugnable de modernidad en el género del western, modernizándolo y sacándolo de la categoría de serie B en que había caído; a partir de La Diligencia, el western tomará unos derroteros poco antes impensables sirviéndose de los tópicos del género para abordar cuestiones que también tienen su hueco en otros géneros cinematográficos más en boga en la época y por descontado, ya nunca más sería un género observado por los estudios como menor y por los intérpretes consagrados como algo de lo que huir, porque la simplicidad anterior dio paso a una complejidad que el mismo Ford se encargó de incrementar, como lo harían también otros grandes maestros del cine.
En definitiva, una obra maestra del Séptimo Arte que conviene repasar de vez en cuando, de visión más que imprescindible obligada para el cinéfilo de cualquier edad y condición.