Revista Cultura y Ocio
Hay partes de uno mismo que no están disponibles. De hecho, no lo están para nadie; ni siquiera para quien las posee, para el que las tiene a recaudo, en alguna inconcebible balda de la memoria, una oculta en exceso, a la que no se accede a posta. Solo podemos llegar si algo espolea el recuerdo, si una chispa prende el conducto que comunica la realidad, el hoy contundente, con el pasado, que es una especie de ayer evanescente. En mi casa, en los setenta, teníamos este modelo de tocadiscos: un Stibert 708. Creo que era el aparato favorito de la familia después de la televisión. Todos aceptamos que es muy difícil desbancar a la televisión como el centro absoluto de todas las actividades domésticas. El Stibert reproducía básicamente copla. Concha Piquer, Imperio Argentina, Marifé de Triana, Manolo Escobar o Carmen Sevilla, la música que escuchaban mis padres, gastaban la aguja de zafiro del Stibert. Recuerdo algo de zarzuela, boleros o hasta alguna cosa orquestal tipo Ray Conniff. No creo que yo llegase a apreciarlo como ahora lo hago, pero aprendí a poner los discos y a quitarlos, a sacarlos de su funda y a retornarlos a su casa limpia y accesible. A poco de que yo empezara a amar los discos, los vinilos rutilantes, las portadas esplendorosas, toda la documentación limpia que se tutelaba en su interior, comencé a mirar de otro modo el Stibert. Pensaba (razono ahora) que no era importante que su sonido no fuese idílico y yo, entonces, no era el exigente audiófilo que ahora soy. En cierto modo importaba la restitución de la música, con independencia de que sonase de manera brillante (no era así, por supuesto) o lamentable. Y Miles Davis, un disco comprado en el bendito mercado de discos de segunda mano de La Corredera, en Córdoba, me abrió un mundo en el que sigo viviendo. Los tocadiscos han cambiado y, con el tiempo, incluso desaparecieron, desgraciadamente. Todo se conduce ahora por otras vías, todo se deja querer por cachivaches muy modernos, que te permiten escuchar lo que te apetece allá donde te apetece, sin que intermedie un objeto físico que contenga las pistas. Todo está en la nube o en archivos rociados por un disco duro. Y sí, ahora todo suena increíblemente bien, pero hemos perdido mucho. El ahínco o la obstinación incluso con la que he ido montando mi equipo en casa (Marantz, Bowers and Wilkins, Harman Kardon. Infinity) no le resta valor al pasado, que fue una evidencia necesaria de lo que estaba por venir. No sé qué disco de Davis sonaba a ratos en el Stibert. No era entonces el jazz el género al que dispenso hoy tantas atenciones y el que me procura tanto placer, pero empecé a sospechar que la trompeta ensordinada de aquel hombre negro de la portada de mirada muy hosca podía transportarme a un lugar distinto. Ahí ando. Varios miles de cedés después, habiendo probado tres o cuatro equipo distintos hasta hacerme con el defintivo, ahí ando. Mi padre tiene la culpa de todo esto.