Si el 31 de diciembre de 2019 alguien nos hubiera dicho que en pocos meses íbamos a vivir una pandemia, nos hubiéramos reído y pensado que esa persona había bebido demasiado. Y, sin embargo, nos hubiera servido tanto para estar preparadas para todo lo que se nos venía encima. Que felices éramos entonces y que poco conscientes éramos de ello.
Nuestro único refugio
Durante semanas nos llegaron noticias sobre cómo un ser microscópico estaba haciendo estragos en China; pero no prestábamos mucha atención porque nos separaban más de 8000km y nosotras no comemos murciélagos. Seguimos con nuestro día a día, gracias a esa habilidad que tiene nuestro cerebro de no dejar que nos preocupemos demasiado. Eran problemas de otras y continuábamos haciendo planes; quedando con amigos, visitando a nuestros padres, organizando la próxima fiesta...
No obstante, la gripe que solo afectaba a personas de riesgo y de ciertas edades, acabó cruzando fronteras. El maldito ser microscópico llegó a Italia y pronto se detectaron casos en Madrid. ¡Maldita sea! El virus había llegado a España; y la gripe que no era tal gripe, acabó convertida en pandemia.
El mundo se detuvo, de repente... echando el freno de mano, sin darnos oportunidad a ponernos el cinturón de seguridad ni asumir que la vida tal y como la conocíamos había cambiado para siempre. Nosotras que vivimos del sol, la calle, las risas, la gente... Tuvimos que cerrar colegios y universidades; cerrar cines, teatros y empresas... y aprender de la peor de las maneras el significado de la palabra "confinamiento".
El mundo desaceleró el paso y nuestro hogar se convirtió en el mejor y único refugio. Nunca antes las casas habían estado tan limpias, los balcones tan unidos ni los corazones tan llenos de amor.
Las flores de mi jardín se marchitaron
Recluidos en casa, nos tocó adaptarnos a una nueva rutina donde los abrazos y los besos estaban prohibidos, y las sonrisas se ocultaban tras una mascarilla. El miedo, la incertidumbre, la muerte y el caos se convirtieron en nuestros compañeros de cama; mientras la naturaleza y la vida se abría paso en las calles.
La repostería, el deporte, las videollamadas, el teletrabajo... nos ayudaban a liberar nuestra mente del terror y el pánico. Nuestras agendas no habían estado nunca tan ocupadas ni nuestros sentimientos tan a flor de piel; pues, por mucho que quisiéramos escapar del dolor, la gente moría, los hospitales estaban colapsados y la fragilidad humana era una realidad tangible para la que no estábamos preparadas.
La lluvia, la tormenta... dio paso a jardines repletos de flores, cuyos aromas no disfrutamos. Estábamos muy atareadas llorando, aplaudiendo e inventando teorías conspiratorias que no daban respuesta a la pregunta que más pronunciábamos: cuándo volveríamos a reencontrarnos.
El dolor y el miedo acabó por aferrarse a un resquicio de nuestros corazones del que jamás se irían. Hay despedidas para las que nunca estaríamos preparadas y eso nada ni nadie lograría evitarlo.
Las flores de mi jardín se marchitaron en junio y, un año después, seguimos sin reencontrarnos del todo con nosotras mismas. ¿Saldremos mejores de esta? No lo sé, al menos, espero que sí más sabios.
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Redacción: Annabel Navarro.
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