Raisha tenía hambre y en las calles de Kabul había demasiados mendigos como ella, desarrapados y malolientes, víctimas de décadas de guerras y un quinquenio bajo los talibanes.
Con la burka veía el exterior por una niebla de bordadas rejas romboides. Pensó que la desaparición de los seminaristas islámicos tendría que beneficiarla en algo. No podía seguir pasando hambre, necesitaba comer.
Recordó sus libros de poesía persa que habían quemado los talibanes. Aquel verso de Mohamed Koshfam: “Desnúdate, para que pueda imaginar tu rostro”. Era del siglo XIII; ahora sería diferente.
En su casa se bañó y vistió con ropas limpias. En un espejo, salvado de los seminaristas, se vio hermosa, con piel suave y tersa, a pesar de tantas penalidades. Tenía grandes ojos verdes, en Afganistán hay muchos, y se dijo que les sacaría partido, ahora que nacía la libertad.
Sabía que en Occidente existe un entretenimiento llamado striptease, en el que las mujeres ganan dinero por ir descubriéndose lentamente en salones con poca luz, al son de una música repetitiva e insinuante.
Yo también voy a hacer striptease, se dijo Raisha. Colocó un anuncio del espectáculo frente a su casa, e inmediatamente decenas de hombres llenaron su bolsa de monedas.
Varias generaciones atrás su familia vivía en un palacio en el que sonaba la música y cantaban los juglares de la Ruta de la Seda.
Soñando con aquel mundo adaptó al hoy el verso de Koshfam y danzó mientras levantaba suavemente la tela, que dejó ver, primero, el color de su piel.
Unas voces excitadas jadeaban entre aullidos.
Luego, algo rojo, húmedo y carnoso.
Eran sus labios, y sonriendo descubrió su nariz y sus bellos ojos verdes.
Concluyó su striptease de burka al liberar total, pero solamente, el rostro y su gran melena.
Los hombres, agradecidos, besaron sus pies.
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