Revista Historia
Así, estupor o asombro del mundo, llamaron a Federico II Hohenstaufen, Emperador del Sacro Imperio, Rey de Sicilia, de Chipre y de Jerusalén. Fue el más grande monarca del siglo XIII y uno de los más grandes de toda la Historia. En una época en que los reyes sólo sabían hablar y escribir (algunos, ni esto último) en su idioma nativo, él podía hacerlo en casi una decena. Convenció a los musulmanes para que le entregaran, sin lucha, la ciudad de Jerusalén. Bertrand Russell nos habla en su Historia de la Filosofía de cómo Federico II alumbró su siglo, de su código legal, de cómo fundaba universidades, acuñaba monedas de oro, defendía el comercio libre, escuchaba a los representantes de las ciudades. En la corte italiana de Federico, nos dice Russell, se inició la poesía de dicha nación. Este emperador estaba libre, se nos dice, de las supersticiones de su tiempo. Las fuerzas papales, representantes siempre de la oscuridad y de la represión del pensamiento libre, le llamaron Anticristo. Por suerte para la iglesia los sucesores de Federico II en el Imperio no tuvieron su cultura ni su valor. Runciman nos cuenta al principio de Las vísperas sicilianas la gran alegría del Papa Inocencio IV al conocer la muerte de su gran enemigo. Runciman nos dice que Federico despreciaba a los tontos y se burlaba de la beatería sentenciosa. Fue el gran enemigo de la teocracia papal y por ello, para mí, un héroe.