Revista Opinión
Era su día, ese del que siempre hablaba con sus amigas, y su marido quiso celebrarlo para demostrar que compartía sus inquietudes. La llevó a comer a un restaurante para que no tuviera que guisar ni recoger la cocina. Disfrutaron de unos platos muy bien elaborados y apetecibles, pero se sentía un tanto incómoda por las atenciones amables de los camareros. No estaba acostumbrada ver a su marido dar las gracias cada vez que le llenaban el vaso ni sonreír por una servilleta. Se sentía confusa y sorprendida porque cada día le ponía la mesa y retiraba la vajilla sin que nunca exteriorizara tantos gestos de gratitud. Como mucho, llevaba su plato y cubiertos al fregadero para que ella acabara de limpiarlos. Cuando al finalizar el almuerzo su marido fue a pagar la factura, un pensamiento fugaz la turbó e intentó disimularlo con una sonrisa. Fue sólo un instante que de inmediato alteró la placidez de aquella conmemoración. Su marido pagaba con dinero de una cuenta que tenían en común, por lo que, al ver entregar la tarjeta del banco, de súbito pensó que nadie la invitaba a nada, sino que cada cual abonada lo que consumía. De vuelta a casa y mientras ponía la lavadora, decidió no celebrar nunca más el día de la mujer trabajadora. Ya era suficiente con ser explotada como para tomar consciencia de ello y participar del simulacro.