El domingo pasado falleció Adolfo Suárez, el hombre que forjó la democracia española. Afectado por el Alzheimer, no pudo ver en vida el respeto y cariño que se había ganado de su pueblo. Su entierro reunió a todos los presidentes constitucionales españoles y a las figuras de la política local quienes asistieron en respetuoso silencio a los gritos del público que les pedía que aprendieran del muerto y que no se odiaran.
El reconocimiento de la ciudadanía suele ser tardío en las democracias, sobre todo en las democracias incipientes. Las democracias son feroces en el momento del reemplazo y aquel que todo lo tuvo, suele estar en la más completa soledad cuando el electorado le da la espalda y da vuelta la hoja, pasando al siguiente ciclo democrático.
Pero hay un día que la crónica deja paso a la historia. Es cuando los pueblos suelen reconocer la nobleza de sus mejores hombres poniendo las cosas en su lugar. La mente de Suárez estaba lo suficientemente deteriorada cuando llegó ese reconocimiento. Pero el reconocimiento estuvo.
Casos como el de Suárez nos hacen recordar las titánicas tareas de aquellos pilotos de tormenta que debieron conducir a sus pueblos en momentos críticos, únicos, de su patria y que tuvieron la sapiencia de no radicalizarse, no atizar el fuego de la discordia, sino elegir el camino sensato de la paz y la construcción. Tipos como Suárez, Alfonsín, Mandela, fueron criticados por aquellos que hablaron desde la comodidad del llano. Pero cuando la historia revisa sus mandatos queda en claro los peligros que pasaron, las trampas que debieron afrontar y la claridad que tuvieron para conducir los destinos de sus conciudadanos. El tiempo suele realzar los logros tal vez subestimados en su momento.
“En la tormenta” es un telefilme de HBO sobre la tarea de Winston Churchill en la Segunda Guerra Mundial. Nos gustaría traer una escena de la obra, cuando Churchill, tras conducir a la Gran Bretaña en una de sus peores horas, debe dejar el gobierno tras perder las elecciones con los laboristas. Churchill emprende el camino de regreso a casa, junto a su esposa, cabizbajo, dolorido por la traición de un pueblo que le dio la espalda, que lo eligió para enfrentar a Hitler pero no para comandar la sociedad de posguerra. La esposa lo convence de ir a la Ópera y él protesta, quiere quedarse en casa masticando bronca. Pero la esposa logra convencerlo. Cuando están ya instalados en el palco del teatro, antes de empezar la obra, un actor se adelanta en el escenario y anuncia que tienen el honor de contar entre el público a Winston Churchill, el Salvador de Gran Bretaña. Y el público estalla en un cálido aplauso.
Sólo en ese momento, Churchill cae en la cuenta que su pueblo lo reconoce en esa categoría que sólo pocos hombres logran alcanzar: los héroes de la historia de su pueblo.
Ya puede descansar tranquilo. El camino ha sido transitado.
Descanse en paz, Adolfo Suárez. El camino ya fue transitado.