Revista Cultura y Ocio
Todas las veces en que he comenzado un diario, en la edad en que uno confía a un diario el vértigo de vivir y todas esas zumbadas cosas, lo he abandonado con idéntico entusiasmo a cuando lo inicié. No recuerdo si lo impregné de tristeza enteramente o entre las ruinas de mi desencanto (la edad de los diarios propende al gris, se hermana con todas las orfandades del mundo y finalmente se convierte en un alegato contra uno mismo) se apreciaba (izándose, viril) un punto de febril lirismo, de alegre coyunda con las palabras. Submarine es, más que otra cosa, una revelación de uno de esos amasijo de papeles reveladores. Lo escribe a beneficio óptico nuestro un muy peculiar adolescente inglés, sumergido en un mundo que lo aparta, uno que entiende a trozos, del que no acepta ciertas reglas (nada nuevo, por otra parte) y al que se ha propuesto vencer a base de convicciones sentimentales muy fuertes. De esas convicciones trata la primera cinta de Richard Ayoade, cómico, director de videoclips (Yeah Yeah Yeahs, Arctic Monkeys o Vampire Weeekend) o creador de la serie Los informáticos.
Submarine es también la epifanía de un héroe. Se comprende que su ingreso en el mundo adulto es una batalla dura como la de cualquiera, solo la que la suya, caligrafiada con maravilloso esmero por Ayoade, seduce por lo frágil y por lo poético. Hay poesía de andar por casa, subrayada por unas imágenes de un lirismo de una sencillez prodigiosa (paisajes fotografiados cálidamente, paseos fondeados en el romanticismo más naïf que pueda uno imaginar) y hay también un comprensible banco de referentes cinéfilos, desde la Nouvelle Vague de Los 400 golpes (son historias de un mismo aliento iniciático) a todo el Free Cinema inglés, que era un cine de lo real, de la clase media, mirando la vida con una mirada radicalmente distinta a la de Hollywood. A Ayoade no le interesa el aire desabrido, la ira. La perfección no es un objetivo. A lo que se afana es al privilegio, un poco voyeurista, de contarnos las pulsiones morales, sentimentales o sexuales de un personaje absolutamente brillante, Oliver Tate, protagonizado con moroso ardor por un hipnótico Craig Roberts, que transmite con absoluto rigor el desvalimiento del adolescente, su fe en sí mismo y cómo esa confianza lo salva del caos, le encuentra una novia (una fantástica Yasmin Paige) y hasta le encomienda la salvación del matrimonio de sus (extraños, cuanto menos) padres.
De la felicidad es de lo que trata Submarine. La de un joven que vive en su cabeza al modo en que muchos lo hacen, en esa edad, en las feroces siguientes, aunque la forma en que Oliver se protege es la que arma enteramente el film: esa moderada voz en off, que no distrae del discurso de las imágenes, informa de lo que no se ve, pero omite redundar lo evidente, toda esa portentosa (insisto en la untuosa calidez de los fotogramas, en el cuidadísimo modo en que se ha fotografiado Gales, la gris Gales) galería de postales, de retratos canjeables por los que cualquier espectador pueda tener. Yo he sido Oliver en algún momento de mi vida. He sentido lo que Oliver ha sentido y he crecido (por dentro se tarda mucho en crecer) como él lo hace en este trozo de su biografía. Delicadadamente, sin el estrago que por debajo parece anunciarse a cada momento, Ayoade mira al final del film al mar y concentra en él toda la fragilidad de sus criaturas. Son adorables. Son tristes. Están abocadas a que la realidad se las trague. Ya saben, el futuro es así de cabrón. Todas las historias de amor que lo cruzan no se pueden comparar jamás a la primera. Podrán adquirir una trascendencia mayor, pero no agitan el pecho como lo hizo la primera. Ninguna que se le parezca. De eso, de filmar el amor (o la felicidad o lo que al amable lector se le ocurra) trata esta extraña (y delicada y deliciosa) cinta. Un placer.