Fue una noche de verano.
Por aquel entonces habían minado lentamente mi autoestima y mi moral, de forma que mi alma, siempre entusiasta y optimista, había quedado recluida paulatinamente en algún oscuro rincón olvidado, temerosa del futuro. Mis ilusiones, siempre vivas y alegres, siempre renovadas cada día con la fuerza del amanecer, languidecían sin remedio en el abismo de la incomprensión.
Dejé de creer en muchas cosas. Dejé de creer en compartir, en la unión de las almas, en los abrazos de los cuerpos, en los besos que duran siempre, en la complicidad de la luna y el sol, en la belleza de lo oculto, en las ilusiones que se sueñan despiertas. Y lo peor de todo,
por un mísero instante, dejé de creer en mí.
Recuerdo nítidamente aquella noche, con la ciudad semi desierta a la suerte de un calor asfixiante, en aquella terraza de bar donde hablamos de todo y nada a la vez, donde la luz del día fue dejando paso a la noche y ambos fueron testigos de que dos almas alegres con tristes heridas se miraban de lejos, expectantes, o quizás ilusionadas.
Fue una noche de verano cualquiera que mi alma se asomó desde su jaula lúgubre y desolada, buscando el origen de esa luz que se vislumbraba lejos, muy lejos. Te conocí poco antes, pero fue aquella noche de verano, cuando vi tu sonrisa acabar con las tinieblas, que empecé a creer de nuevo.
El orden quiere sujetar al azar, someterlo a unas leyes predecibles en contra de su naturaleza. El caos lo deja libre correr por el tiempo, instrumento de sus fechorías, a veces para bien y otras para mal. Aquel día, el azar quiso que nos encontráramos en el momento preciso, ni antes, ni después. Desde entonces, desde esa noche de verano en la que el azar me regaló tu sonrisa, también creo en el caos.
Texto: Francisco Ayala Escribano