El calentamiento global y el cambio climático son procesos mundiales, pero con consecuencias muy específicas. El aviso del Gobierno sudafricano de que Ciudad del Cabo se quedará prácticamente sin agua potable a mediados de año debería ser, al mismo tiempo, un código rojo para el resto del planeta: si no se empieza a prevenir realmente el cambio climático con todas las herramientas de las que se disponga, Sudáfrica no será el único país afectado por escasez del agua. El cambio climático no conoce de fronteras nacionales.
Cualquiera que viaje a Islandia puede sorprenderse con la cantidad de paisajes únicos que verá alrededor de la isla. La oferta visual islandesa encuentra una comparativa a la altura en pocos lugares del planeta, porque quedan pocos rincones tan respetados y poco tocados por la mano humana. Los islandeses —y los propios turistas, si están atentos— tienen la percepción de que viven en una tierra en ebullición, que está por terminar, como un lienzo sin finalizar.
Sin embargo, es posible que lo que más llame la atención de viajar tan al norte del planeta sea ese soniquete que persigue a los islandeses en su día a día y que, a lo largo del tiempo, han convertido en su manera de vivir: “La naturaleza es sagrada”. Aunque parece, a simple vista, un comportamiento normal, de primeras choca conocer una sociedad tan comprometida con el medio ambiente, que mantiene una visión de no intervención hacia la naturaleza. Otros pueblos y otras sociedades en otras partes del mundo no han tenido la misma suerte y se enfrentan ahora a aquel futuro que pensaron, erróneamente, que jamás llegaría.
Muchos autores han dedicado disertaciones enteras a analizar qué hace a un país rico y a una sociedad más avanzada que otras. Durante algún tiempo, se pensó firmemente que la variable decisiva era la geografía y el acceso a ciertos recursos: una salida al mar, la presencia de minerales o metales, un clima relativamente bondadoso, una tierra fértil. Todo ello puede ser cierto, pero no deja de ser relativo: la forma de gobierno, las desigualdades estructurales o la manera en que se gestionan la explotación de los recursos y los acuerdos comerciales son parámetros igual de decisivos. Estos parámetros, además, deben ser dinámicos para ser capaces de cambiar el rumbo de las decisiones cada vez que sea necesario. El dinamismo y la capacidad de ser efectivos se ponen de manifiesto especialmente ahora, cuando el cambio de temperaturas requiere gestionar un clima que no sentimos nuestro.
La desecación de la tierra
Los efectos del cambio climático no son caprichosos. Cuando nieva en el desierto o hace más frío en Europa que en el Ártico, el origen es un mismo problema: el aumento de la temperatura mundial, lo que crea efectos diversos en distintas regiones: veranos más cálidos, aumento de inundaciones y huracanes, inviernos más intensos, sequías más largas y acusadas. Con un equilibrio tan frágil, cuando la diferencia de temperaturas entre zonas templadas y frías varía o disminuye, nos podemos enfrentar a vientos polares arrastrados a zonas templadas porque ninguna corriente ha podido pararlos. Pero ese desequilibrio nos enfrenta también a procesos de sequía, porque el ritmo de precipitaciones comienza a oscilar o, directamente, extinguirse.
Aunque el cambio climático responde a factores intrínsecamente naturales, es imposible negar ya, a estas alturas, que sus efectos y su evolución dependen enteramente de cómo la humanidad emite, a través de sus diversas actividades, ciertos gases a la atmósfera del planeta; al mismo tiempo, el uso que se hace de la tierra también ha cambiado a lo largo del tiempo. Si bien el porcentaje de emisiones de gases nocivos se ha disparado desde que comenzara la era industrial —más de un tercio de las emisiones de óxido nitroso son de origen humano—, la tierra sufre cada vez más una explotación abusiva como respuesta a la necesidad de alimentar a una población que aumenta de manera exponencial.
La desertificación y la sequía son unos efectos de tantos producidos por el cambio climático, en tanto que están ligados al uso de la tierra y a la falta de precipitaciones. Instituciones como la Organización Meteorológica Mundial prevén que la escorrentía media de los ríos y la disponibilidad de agua irán disminuyendo entre un 10% y un 30% en regiones ya de por sí secas. Este hecho, combinado con un mal uso de la tierra en el sector de la agricultura, podría volverlas estériles para el uso humano y para el crecimiento de cualquier tipo de vida. No hay que olvidar, con estos datos, que las tierras estériles no suponen solo un problema para la humanidad, sino también para los animales que se alimentan en esas zonas, los cuales tendrán que cambiar sus rutas migratorias o hábitos alimentarios en búsqueda de la supervivencia.
Por ello, procesos como la desertificación o la sequía solo suponen un paso más en la cadena de sucesos que empeoran el estado del planeta. En la medida en que disminuyen las precipitaciones en ciertas zonas del planeta, se ve amenazada la biodiversidad de la región. La vegetación, fundamental para la estructura y los nutrientes de los que está compuesto el suelo, desaparece lentamente y deja de actuar como reguladora del clima; unido a una excesiva explotación del suelo, esto empeora las condiciones para que se dé la vida.
En 1994 se firmó la Convención Internacional contra la Desertificación, que en la actualidad han ratificado todos los países del mundo salvo Taiwán, Palestina, Kosovo, Montenegro, el Vaticano, Sáhara Occidental y Canadá —retirada en 2013—. Entre otras cosas, obliga a los países afectados —la mayoría, en desarrollo— a implementar medidas para prevenir la sequía de los suelos; a los países más desarrollados se les exige además que aporten fondos para prevenir estos procesos. Sin embargo, la percepción de que se haya logrado algo con este tipo de acuerdos es más bien baja.
Los países firmantes de la convención abarcan prácticamente todo el mundo, con la notable salida de Canadá en 2013. Fuente: WikimediaSudáfrica, el país de las desigualdades
La República de Sudáfrica, al sur del continente africano, es uno de los últimos ejemplos de los efectos devastadores que el cambio climático tiene sobre el planeta. Con tres capitales que ejercen distintas funciones —Pretoria, poder ejecutivo; Bloemfontein, judicial; Ciudad del Cabo, legislativo—, cuenta con una de las 40 áreas metropolitanas más grandes del mundo: Johannesburgo. Pero por lo que es mundialmente conocida es por el conjunto de leyes de segregación racial que dominaron el país desde 1948 hasta 1994: el apartheid. En la actualidad, aunque se transita aún el camino en busca de la igualdad, las estructuras heredadas del apartheid han perpetuado la gran diferencia que existe entre clases sociales —y, por ende, entre blancos y negros—. Con una economía poco diversificada, Sudáfrica sigue luchando por desprenderse de su pasado racial.
Para ampliar: “El legado de la exclusión racial en Sudáfrica”, Fernando Rey en El Orden Mundial, 2016
Este país es también conocido por su riqueza en flora y fauna. Precisamente por lo extenso del país, su territorio abarca varios climas dependiendo de la región. Así, mientras que en el sur y las zonas altas el clima es templado, en el noroeste y este del país disfrutan de un clima tropical. La peor parte se la lleva la parte occidental sudafricana, que sufre un clima semiárido. En esta mezcla tan extrema de climas se concentran el 10% de todas las especies de plantas conocidas del mundo. Entre estas especies, podemos encontrar una de las más especiales y únicas: el Protea rey, flor y a la vez símbolo nacional del país, que representa la belleza de la tierra en la que viven y el potencial que posee Sudáfrica para florecer y desarrollarse dentro de un continente con tantas dificultades. A pesar de la diversidad floral, Sudáfrica enfrenta dos problemas: solo un 1% de su territorio está cubierto de bosque —y, en su mayor parte, se trata de eucaliptos, una especie no nativa— y es uno de los países más afectados por la invasión de especies foráneas, que amenazan la biodiversidad única del territorio y las cadenas alimentarias de los animales, algunos de ellos endémicos.
El calentamiento global y el aumento de temperaturas que están sufriendo regiones como las que comprende Sudáfrica ponen en peligro de extinción toda esta diversidad de la que disfrutamos en la actualidad y que desempeña un papel tan importante en el equilibrio del planeta. Organizaciones como el Instituto Nacional de Biodiversidad de Sudáfrica dedican sus esfuerzos a desarrollar e implementar medidas que palien los efectos del calentamiento global, pero nada parece ser suficiente. A principios de año, las autoridades sudafricanas avisaban de que en junio, a más tardar, los ciudadanos residentes en Ciudad del Cabo se quedarían sin agua potable. Desde el momento en el que Gobierno sudafricano lo decrete, alrededor de cuatro millones de personas pasarán a un sistema de racionalización del agua que les permitirá consumir 25 litros diarios por persona para todas las actividades. Con la excepción de los hospitales y los colegios, los habitantes de la ciudad verán racionado lo que hasta ahora era prácticamente un derecho básico y un requisito para la vida.
Zonas desérticas y tierras que previsiblemente sufrirán desertización hasta 2020. Fuente: Ciencias AmbientalesEn la actualidad ya se enfrentan al límite de unos 50 litros diarios por persona, menos de la cantidad mínima recomendada por la ONU para las actividades domésticas. Si ya resulta complicado para los residentes de Ciudad del Cabo cumplir con este límite, tras lo que las autoridades denominan “día cero” la limitación de 25 litros resultará una tarea difícil. A simple vista, 50 litros diarios parece una cantidad más que aceptable para consumir, pero si contamos con las veces que nos lavamos las manos, nos duchamos, usamos agua para cocinar, tiramos de la cadena del váter, bebemos agua o ponemos una lavadora, podemos darnos cuenta de que no es suficiente para suplir la demanda social —25 litros, todavía menos—.
El agua en Sudáfrica: de derecho a lujo
El problema no afecta solamente a los residentes de la ciudad. Sudáfrica, con su altísimo reclamo turístico, se enfrenta también al problema de cómo gestionar los campos de golf exclusivos para turistas, que suponen cuantiosos ingresos a las arcas nacionales. O a colocar carteles en baños públicos en los que ruegan usar la cadena solamente en casos estrictamente necesarios, con todos los riesgos de higiene y sanitarios que ello conlleva. Restaurantes de renombre que viven del turismo, cafeterías…, todos los negocios, en definitiva, relacionados directamente con el turismo deben ahora gestionar la limitación de agua —actual y futura—, el tiempo que pasarán sus dueños en las colas para recibir su cantidad diaria de agua de las fuentes comunales —las únicas habilitadas para ello— y el aumento del coste de todos los productos, especialmente del agua. No es solamente el agua el problema, por tanto; es todo lo que se deriva de ello.
No es que las autoridades no se hayan esforzado en prevenir el problema. Han intentado disminuir la pérdida de agua por los escapes de las tuberías e incluso han ganado premios por la implantación de medidas novedosas para el ahorro, aunque muchos de los proyectos están todavía por terminar. Algunos achacan el origen del problema a malas decisiones políticas tomadas durante años, duplicidades en la toma de decisiones o el permiso para un uso excesivo de agua en sectores como la agricultura. Con la vista puesta en un problema que veían más lejano, las limitaciones al acceso de agua parecen haber llegado demasiado tarde por una serie de malas decisiones tomadas en cadena y la asunción de que llovería en algún momento y solucionaría el problema.
Sin restar importancia a la manera en que se gestionan los recursos naturales en una zona ya de por sí seca, no se puede perder de vista el factor más decisivo de todos: la sequía que han sufrido en los últimos años por las excesivamente bajas precipitaciones. Este hecho en un país cuya agua potable proviene, en su mayoría, del agua de la lluvia hace pensar que las medidas tomadas por las autoridades han podido retrasar la crisis —a pesar de que llega diez años antes de lo calculado—, pero no evitarla. En Sudáfrica han cambiado los patrones del clima y se enfrentan, cada vez más, a inviernos más fríos y períodos de sequía más intensos y extensos.
El reto que tienen que enfrentar a partir de que se anuncie el racionamiento estricto del agua no es fácil: en una ciudad con cuatro millones de habitantes y con tantas desigualdades entre clases, el caos es el escenario más probable. Existen ya iniciativas para dar consejos a través de distintos medios de comunicación que buscan facilitar el momento: usar platos de plástico, comer con las manos, ducharse con un cubo debajo para volver a usar el agua en el váter, cocinar en horno, etc. Sin embargo, el uso limitado del agua tiene efectos que pueden ser impredecibles de momento, pero de ninguna manera positivos u optimistas. En estas circunstancias, las condiciones de vida solamente pueden ir a peor y, a la larga, no afectará solamente a Ciudad del Cabo, sino a la totalidad de Sudáfrica.
El nuevo futuro: las guerras climáticas
Si el reto inmediato que tiene que enfrentar Sudáfrica es grave, lo es más el futuro que debe gestionar: dado que el agua no se puede crear, no queda otra alternativa que buscar acceso a agua en otros lugares. La consecuencia a largo plazo del cambio climático es, precisamente, esa: la lucha por poseer y dominar tierras que produzcan alimentos y la lucha por tener acceso a agua potable. Se puede ser más o menos optimista sobre esta realidad, pero todo indica que el camino termina ahí. Las tensiones sociales que se producirán por la falta de recursos naturales, la degradación de los propios recursos mientras existan, la amenaza a las infraestructuras de los países, la estabilidad de los Gobiernos que no sean capaces de gestionar este tipo de crisis y, sobre todo, el aumento de la ya existente brecha entre pobres y ricos —que decidirá quién tiene más y mejor acceso— plantean un escenario en el que la humanidad está en peligro.
Zonas conflictivas por falta de agua en una proyección hasta 2040. Fuente: WRIEl cambio climático afecta a todo el planeta. La desertización, las sequías o el aumento del nivel del mar son problemas mundiales, pero golpean fuerte en lo local, regional y nacional. Ciudades en México, São Paulo o California son otros lugares que comienzan a comprender la necesidad de una gestión más afectiva y la urgencia de medidas preventivas ante el cambio climático. Ningún Gobierno puede exigir que llueva, pero lo que sí pueden hacer todos ellos es concienciar a la población de que Sudáfrica no es el único lugar de la tierra cuyo ecosistema pende de un hilo. Lo es todo el planeta.
Para ampliar: “La cumbre de Marrakech: ¿un nuevo paréntesis en la lucha contra el cambio climático?”, Fernando Rey en El Orden Mundial, 2017