En la película Wall-E, el protagonista es un laborioso robot que se afana en limpiar la Tierra, tan repleta de residuos que se ha vuelto totalmente inhabitable para la especie humana. Esta vive en un cómodo exilio espacial, confinada en una gigantesca nave en la que la tecnología los provee de todo lo que necesitan, y su existencia se reduce poco menos que a una vida contemplativa. Tal es así que, en esos siglos alejados de la Tierra, los seres humanos, mimados por las máquinas, han engordado hasta un punto insano y el simple hecho de ponerse de pie y caminar ya es una amenaza a su fragilidad ósea.
Si bien este ejemplo procede de la ciencia ficción, no deja de ser el máximo exponente del miedo y a la vez el mayor deseo de la humanidad: estar a merced de los robots o vivir haciendo lo que les venga en gana porque cualquier tarea mínimamente desagradable ya la hace un aparato. La cuestión de fondo, el rol de las máquinas en la sociedad y especialmente en el trabajo, ha ido creciendo como consecuencia de los adelantos tecnológicos que vivimos. Sin embargo, es un debate enormemente amplio y no menos complejo, ya que, aunque la robotización del trabajo se ciña casi en exclusiva al ámbito económico y laboral, su extensión, el desarrollo de la inteligencia artificial (IA), comporta mayor trascendencia al abarcar los planos biológico, médico, ético y filosófico. Con todo, habría que rebajar las pretensiones futurísticas: ni el cambio va a ser tan drástico ni en un lapso tan corto de tiempo. El shock que en muchos casos se vaticina no es tal, sino más bien un proceso que se puede alargar durante décadas en el que la adaptación será la tónica general y los dilemas y problemas que suscita esta transición serán resueltos de manera espaciada.
La centenaria lucha entre humanos y máquinas
Que en el mundo actual —especialmente occidental— exista cierto temor a que cada vez más puestos de trabajo sean ocupados por máquinas es normal y hasta cierto punto fundado. Es cierto que muchos trabajos, especialmente en contextos de crisis, tienden a ser automatizados máquinas mediante, y experimentos como el desarrollo de coches autónomos por parte de empresas tecnológicas como Google o Tesla amplifican esa sensación de robotización. No obstante, esta queja o miedo ni es nueva ni va a desaparecer en un futuro cercano. Verse reemplazados en el trabajo por una máquina es una cuestión que se remonta a principios del siglo XIX y se disparó con las distintas revoluciones industriales que el mundo ha vivido en los dos últimos siglos. Su ejemplo más extremo sería el del movimiento ludita, que la tomó con la maquinaria como forma de proteger sus puestos de trabajo en la naciente industria británica.
Desde entonces, los pronósticos que apuntaban que el aumento de la maquinaria en el trabajo acabaría con la mano de obra humana nunca se han llegado a cumplir. En realidad, ha sido al revés: el hecho de añadir máquinas al trabajo ha permitido ganar enormemente en productividad, lo que a su vez ha permitido ampliar la producción y con ello aumentar la necesidad de mano de obra, tanto en cantidad como en variedad de empleos. Por extensión, estas mejoras tecnológicas también han permitido mayor bienestar en los trabajadores, que a través de sus reclamaciones laborales fueron ganando en días y horas de descanso sin que el sistema económico entrase en crisis. Esta cuestión, hace décadas o incluso siglos, sí era más chocante. La movilidad laboral era mucho menor, por lo que la irrupción de una novedad tecnológica impactaba en el sector con mucha más fuerza. Que se lo pregunten a los remeros o a los fabricantes de velas con la llegada de la máquina de vapor o a quienes encendían las farolas de las ciudades con la electrificación del alumbrado público.
Se calcula que para el año 2030 un 15% de los trabajadores del mundo habrá sido sustituido por una máquina, lo que no implica que pierdan su puesto de trabajo. Fuente: StatistaEn la actualidad, esto es sustancialmente distinto. En esta era digital, la sensación de cambio se ha vuelto más rápida por la sucesión de productos y porque, efectivamente, se están produciendo cambios notables en la estructura económica mundial, ya sea con nuevos países entrando en el juego o con multinacionales que, en pocos años y basando su producto en internet, han conseguido liderar su peso en bolsa y lograr poco menos que un oligopolio del mundo digital. En definitiva, este escenario en el que prima lo tecnológico y lo digital no hace sino reforzar esa idea de un ser humano desplazado por las máquinas. No obstante, conviene ser conscientes de una cuestión: aunque en la actualidad se esté hablando de una cuarta revolución, no parece que estemos ante tal escenario. Los procesos que hoy comprobamos se limitan en su mayoría a la miniaturización y a la mayor capacidad de procesamiento y almacenamiento de los dispositivos electrónicos. En los años 50 un disco duro de IBM del tamaño de una cama de matrimonio tenía cinco megabytes de capacidad; hoy un disco duro modesto ya tiene un terabyte —un millón de megas— de capacidad y no por ello es 200.000 veces más grande que aquel armatoste de hace seis décadas. Se trata del mismo invento, solo que perfeccionado y con un rendimiento mejor, pero no de un enorme salto cualitativo totalmente disruptivo.
Para tomar conciencia de lo que supone un periodo verdaderamente revolucionario en lo tecnológico, basta con este ejemplo. En el mismo lapso de tiempo que llevamos de siglo XXI —en concreto, los 18 años entre 1872 y 1890— se inventaron el motor de gasolina, la máquina de escribir, el motor de combustión interna, el teléfono, el fonógrafo, el generador y el transformador de corriente alterna, la bombilla incandescente, el ventilador eléctrico, el automóvil de gasolina y su correspondiente motor, la motocicleta, el cilindro de cera para grabaciones, el motor eléctrico, el submarino, las ondas de radio —su descubrimiento y aplicación— y el cinematógrafo, entre otros. No sin razón a este periodo, que abarca más años, se le denomina Segunda Revolución Industrial.
El cambio que viene
No conviene tampoco pecar de inocentes. Con la creciente robotización del trabajo, hay empleos que van a desaparecer y el trabajo humano se va a ver resentido. Eso sí, cabe matizar que este proceso no va a regirse por pautas muy distintas a las que ya hemos ido comprobando en otros siglos: habrá profesiones que desaparezcan al no necesitar la mano humana para su realización, mientras que las personas simplemente se dedicarán a otras tareas que las máquinas, por limitaciones varias, no puedan acometer.
Aunque tiene cierta complicación tratar de adivinar qué profesiones o trabajos serán automatizados en un futuro no muy lejano —este cambio a menudo trasciende el mero hecho de incluir una máquina en el proceso productivo—, se da por sentado que los empleos manuales repetitivos sufrirán la irrupción de los robots. En la industria, quienes operan máquinas, trabajan en minería o en cadenas de montaje verán complicarse su futuro laboral, y lo mismo en el sector servicios con trabajadores de comida rápida, vendedores, recepcionistas, conductores o personal relacionado con el procesamiento de datos. Por otra parte, se prevé que aquellos empleos o profesiones relacionadas con el trabajo cognitivo experimenten o bien un auge o una enorme resistencia a la robotización, especialmente las vinculadas con la creatividad, el pensamiento abstracto, la enseñanza o la medicina. En este apartado, uno de los mayores vértigos es la incertidumbre en la generación de nuevos empleos: con la automatización de los faros, los fareros sabían que perderían su empleo, pero con el primer vuelo de los hermanos Wright hubiese sido complicado adivinar que se necesitarían controladores aéreos o personal de vuelo de ahí a unos años.
Para ampliar: “Where machines could replace humans—and where they can’t (yet)”, Michael Chui, James Manyika y Mehdi Miremadi, 2016
Tampoco es conveniente observar este proceso como una suma cero. No porque un robot se integre en el proceso productivo un humano se tendrá que ir a la calle. En muchos casos, la automatización se producirá en una parte del proceso, no en su totalidad. Así, muchos trabajadores tendrán como complemento una máquina o, en su defecto, pasarán de trabajar junto a ella a realizar labores de supervisión. Por ello, el camino probable no es una sustitución masiva de humanos, sino un simple trasvase a otras tareas, como ya ha ocurrido tantas veces a lo largo de la Historia. La mejora de la productividad aportada por la robotización impulsará áreas y empleos hoy minoritarios, cuando no directamente sin inventar, y estos se crearán en mayor cantidad que la destrucción laboral generada por la automatización.
En la actualidad unos 860 millones de trabajos son automatizables, la mayoría en sectores y puestos de bajo valor añadido en industria y servicios. Poco a poco, esos trabajos los harán máquinas.Sin embargo, estos procesos de robotización y automatización también están dentro de un contexto económico a mayor escala. A mayor heterogeneidad y polarización laboral, mayor impacto puede tener la desigualdad en las sociedades. Si una parte sustancial del mercado de trabajo se orienta a profesiones cognitivas de alto valor añadido y la otra es ocupada en buena medida por las máquinas, quienes no consigan acceder a ese estrato laboral no mecanizado pueden acabar relegados a una vida de extrema precariedad y salarios irrisorios. Tendencias como la uberización del trabajo tienen en la robotización un soporte importante para convertirse en la norma. En ese sentido, y como ocurre con otras tantas fobias, las sociedades tendrán que plantearse en un futuro no muy lejano si los problemas económicos, sociales y laborales que experimenten vienen de las máquinas o del modelo económico y social adoptado.
Los dilemas de la inteligencia artificial
Hasta ahora hemos hablado de robotización en un plano casi exclusivamente mecánico o fabril; aunque el debate de la robotización a menudo se ciñe a ese marco, lo cierto es que es muchísimo más amplio. Uno de los mayores errores al hablar de robotización del trabajo es remitirnos de manera imaginaria —probablemente por culpa de la ciencia ficción o del relato bíblico del Génesis— a un robot de aspecto humanoide que reemplaza el trabajo humano. Esa visión romántica de los robots es falsa, más si partimos de la base de que el debate sobre la robotización se plantea con vistas al futuro, no como algo común hoy. La automatización o robotización de los procesos productivos comenzó hace años y estas máquinas tienen múltiples formas, excepto humanas. Basta con echar un vistazo a cómo Amazon ha robotizado la logística de sus almacenes o a las cadenas de montaje de vehículos, con tantos brazos robóticos como humanos en la línea de producción. Precisamente porque estos procesos no tienen una forma humanoide, pasan desapercibidos para el público, lo que no quita para que existan. El envasado de infinidad de productos es hoy un proceso totalmente automatizado, como el procesamiento de datos o la compraventa financiera, ya llevada a cabo mediante algoritmos. ¿Todo eso son ya robots?
En este aspecto, propuestas como gravar la actividad laboral de estos robots como se gravaría en un humano choca de bruces con la indefinición del objeto al que nos referimos, precisamente por la idealización de lo que es un robot. Esta propuesta parte de la premisa de que, mediante el gravamen a las máquinas, estas suplirían fiscalmente el desplazamiento laboral humano. Independientemente de este improbable escenario, la medida ya se podría aplicar a, por ejemplo, los brazos robóticos de las cadenas de montaje de vehículos. Y, sin embargo, no se hace a pesar de que se refiere al mismo fenómeno. Y no se hace por dos razones relativamente sencillas: la primera, que es contraproducente gravar herramientas productivas —si se grava el brazo robótico, por qué no se iba a gravar el ordenador de una oficina cuando el objetivo, mejorar la productividad del trabajador y el proceso, es el mismo—, y la segunda, que la robotización solo se plantea en términos de futuro. La idea que subyace es gravar el trabajo de un humanoide metálico y plagado de circuitos, y esa materialización tiene más cabida en la ciencia ficción que en el mundo real.
Los países menos expuestos a la robotización son, paradójicamente, aquellos que más se preocupan. Sin embargo, tiene trampa: los países en desarrollo son automatizables porque todavía no han hecho una transición hacia la terciarización de su economía. Fuente: BussinesLIVELa cuestión de los robots también ha suscitado otros debates interesantes, como el de la renta básica. A pesar de que este fenómeno es extremadamente complejo y trasciende con creces lo meramente económico, sigue limitándose a lo manual y tangible, quizá porque aquí es donde entra la gran caja de Pandora de los robots: la inteligencia artificial. Los autómatas de hoy llevan un elevado componente de programación; en resumen, hacen cosas de manera autónoma, pero hay que ordenárselas previamente y configurar cómo deben proceder. Sin embargo, el verdadero salto llegará cuando las máquinas puedan tomar ampliamente decisiones por sí mismas —aunque, paradójicamente, haya que enseñarles mínimamente cómo deben aprender a tomarlas— y sean capaces, a su vez, de aprender de sus errores y de nuevas situaciones que les surjan.
Esto, por extensión, genera enormes dilemas y debates, no solo técnicos, sino especialmente morales. ¿Cómo enseñar a una máquina a que aprenda a hacer el bien o lo correcto? ¿Bajo qué pautas éticas y culturales se realizan esas enseñanzas? Al final, no todos los códigos morales en el mundo se basan en las mismas pautas. ¿Se podrían pervertir esas normas? Ni siquiera las tres leyes de la robótica enunciadas por Asimov resuelven la cantidad de dilemas y contradicciones que surgen por el desarrollo de la IA. Aunque multitud de estudios sobre coches autónomos indican que estos vehículos causarían una mortalidad muchísimo menor que si fuesen conducidos por humanos, el esquema mental de las personas acepta el error humano y sus consecuencias —Código Penal mediante, si se da el caso—, pero aún es incapaz de asumir el error artificial, por mucho que el coste total sea menor que con humanos. Si una IA consciente y autónoma causase daño a una persona, ¿a quién se castigaría? ¿A la máquina? ¿A su diseñador? La respuesta para todo esto es que todavía no hay respuestas.
Para ampliar: “La roboética en tiempos de poshumanidad”, Andrea G. Rodríguez en El Orden Mundial, 2018
En este punto llega otro concepto tan hipotético como recurrente en la ciencia ficción: el de la singularidad, esto es, el punto en el que la IA supere a la humana, momento en el cual las máquinas podrán utilizarse a sí mismas para mejorar su propia capacidad cognitiva. A partir de ahí, la relación de las máquinas con los humanos podría acabar siendo como la que hoy tienen humanos y animales domésticos. Sin embargo, este postulado, cuyo horizonte se preveía para 2030 o 2040, es probable que se alargue unas cuantas décadas más, aun si en el aspecto técnico —por ejemplo, mediante la Ley de Moore— es viable, ya que las implicaciones humanas van muy por detrás en este campo. Si la neurociencia todavía tiene amplios descubrimientos pendientes de realizar en las personas, por definición son todavía inaplicables a las máquinas.
Al igual que las ilustraciones de principios del siglo XX mostraban humanos voladores para un futuro no muy lejano, las novelas y películas del siglo XX nos han enseñado un futuro, tampoco excesivamente distante, a menudo distópico y pesimista. Si Hanna y Barbera probablemente no van a acertar con su año 2062 de Los supersónicos, es igualmente probable que Ridley Scott tenga el mismo porcentaje de acierto con su Blade Runner, basada en el año 2019. El futuro, por tanto, habrá que irlo creando.
¿Sueñan los androides con quitarnos el trabajo? fue publicado en El Orden Mundial - EOM.