Sólo una parte de mí estaba sentada en aquella terraza del cálido atardecer levantino, mi otra parte era esquiva a la conversación, que escuchaba como un murmullo lejano, muy lejano, meciendo suavemente mis pensamientos ajenos, bañándose en sensaciones perdidas, envolventes y dulces de un sueño que había dejado una huella y que ahora resucitaba en el cielo púrpura de poniente, en el perfume del aire requemado de los arrozales balanceando de un lado a otro las espigas al arrullo del agua en el canal… todo volvía a resucitar con la misma intensidad que si hubiera sido real y no parte de un sueño.
Sumergida en esa isla interior donde el ascetismo impone su bandera y el evoco la mejor compañía, me elevaba en ese vuelo casi místico que acerca dos mundos diferentes, como dos planos de una misma figura geométrica conformada por una misma energía que parte del corazón: el mundo onírico fundido en el real. Un dejà vu en esa luz mediterránea, mientras, en la taza, el café iba enfriándose…