Revista Deportes
Si hay vida, hay sueños. Hay días de infancia en los que se sueña con ser goleador y hay otros días en los que se sueña con ser rey del universo. Hay días de adolescencia en los que el sueño es poder cambiar al mundo y hay otros días en que ese sueño es poseer la seducción invencible. Hay días de adultez en los que, a pesar de ciertos pesares que obsequia la adultez, el sueño entre los sueños se vuelve banal y consiste en llegar al ocio permanente y otros días en los que el sueño se torna existencial y apunta a dejar algo que asegure estar en el recuerdo de los otros de aquí a la eternidad. Hay días en los que los sueños de la infancia, los de la adolescencia y los de la adultez cruzan las líneas del calendario, se invitan, se confunden y se mezclan hasta formar un solo y largo sueño o hasta desarmarse en otros sueños nuevos y distintos. Se sueña con lo imposible y con lo probable, con esperanzas y con irrealidad, se sueña dormido y despierto. Se sueña casi todo. Casi todo menos ser juez de línea.
Salvo los jueces de línea nadie sueña con ser juez de línea en ninguna edad del fútbol, en ninguna edad de la humanidad. En principio, sólo una revolución, una magia o las dos cosas juntas pueden transformar al noble y necesario trabajo de juez de línea en un sueño de la amplia mayoría humana que no es juez de línea. Y está claro que las revoluciones son pocas, que las magias suelen pertenecerles a los magos y que unas y otras no suceden juntas jamás. Sin embargo, de golpe, en un flash de la historia, hubo una noche de fútbol en la que algo convirtió al oficio de juez de línea en un súbito sueño individual y generalizado. Algo no, alguien. Alguien: Messi.
Lionel Messi es un experto en desafiar lógicas: las de la física, cuando su arte de jugador le permite quebrar las normalidades del tiempo y del espacio; las de las matemáticas, cuando sus logros en la cancha vulneran todos los records ajenos y también propios; las de la estética, cada vez que fabrica una belleza flamante donde todo lo bonito parecía inventado; las del mismísimo fútbol, ya que juega mejor que lo que, antes de él, se podía jugar. Y, evidentemente, también consigue vulnerar la lógica de los sueños. Porque, verdad entre verdades, confesión que no exige secretos, ¿quién no quiso ser juez de línea cuando miró o cuando supo que Nicolás Yegros, precisamente juez de línea, juez de línea internacional, juez de línea acostumbrado a los comportamientos rituales de un juez de línea, extravió los protocolos, se arrimó a Messi en el entretiempo del partido entre Chile y Argentina por las Eliminatorias Sudamericanas y le pidió una foto compartida? Sinceridad entera: ¿cómo no soñar, ante esa oportunidad y ante esa imagen, con ser, por una vez en la vida, al menos por una vez, juez de línea?
Se ve que las lógicas que rompe Messi estimulan a que alrededor suyo otros rompan lógicas. Yegros, por ejemplo, salteó las distancias que separan a árbitros de jugadores, al poder judicial del poder ejecutivo de la pelota, para un propósito fácil de reconocer: cumplir exactamente un sueño. La foto con Messi, la proximidad con Messi, la memoria de la cercanía a Messi, el intercambio con Messi precisamente después de que Messi modeló otra de sus obras magníficas con forma de gol. Todo eso configura un sueño elemental y de muchos. Un sueño que hace ensanchar los sueños: perpetuar un encuentro con Messi, el más grandioso jugador del juego más grande de esta era, es un sueño tan tentador y tan repetido como cualquiera de los sueños de la infancia, de la adolescencia o de la adultez.
Vaya a saber si alguna vez alguien soñó semejante inmensidad: un hombre hizo que millones soñaran durante una fugacidad con lo que, en general, no se sueña. Lo que puede el fútbol. Lo que puede Messi. ¿No será también él un sueño?