Sólo en la noche, cuando duerme, regresa a Colombia. Abandona los Estados Unidos y vuelve a caminar por las calles de su pueblo tras años de espera. Nada ha cambiado. O sí, pero tan sólo un poco. Tarda más de lo acostumbrado en llegar a casa. La encuentra. Su mano temblorosa, con miedo a que nadie responda, golpea la puerta. Aguarda unos minutos. Una anciana, con calma, abre. "Mamá, ¿eres tú?". "¡Hija!". Se abrazan. Lloran. Lloran mucho. Luego, con paso lento, un hombre y su bastón aparece. "¡Papá!". Comparten recuerdos, lágrimas. Pero la alegría dura poco. "¿Y ahora cómo retornaré a Nueva York? -se pregunta- ¿Quién va a pagar las medicinas de mis padres? ¿Y la educación de mis hijos?". Pesadilla. Despierta.
Esta historia me la contó una amiga colombiana en un restaurante mexicano de New Jersey. Al instante, un amigo hondureño, dijo: "Yo suelo soñar algo muy parecido, aunque hay una diferencia: yo nunca llego a encontrar mi casa". Y añade: "El mayor daño que nos hace este país es la separación familiar". Este compañero tiene dos criaturas, un niño y una niña, esperándole en el país centroamericano. Hijos que crecen sin que él, en su desgracia, pueda estar allí para verlos.
Estados Unidos es una tierra de emigrantes. Son la mayoría, aunque existen dos tipos bien diferenciados: los papeles y los sin papeles. Proceso justo si no fuera porque los primeros pronto olvidan que pertenecieron al segundo. En las Navidades pasadas escuchaba decir a una europea llegada al país a finales de los sesenta: "Si por mi fuera los echaba a todos. No es justo que yo tenga que pagar tasas y ellos no". Muy triste. El resto de los presentes, originarios de su misma región, entraron en cólera: "¡Pero no recuerdas que tú estuviste igual! ¿Cómo puedes decir eso?". Y no se daba cuenta de que ellos estarían encantados de pagar tasas si dispusieran de papeles. Y que así, ¡oh, así!, podrían viajar tranquilos y visitar tras años de espera a sus familias.
"Oh, Moncho. Eso no. No hablemos de eso que estamos en Navidad y me pongo triste". La que hablaba de este modo era una amiga dominicana. La pregunta la habrán imaginado todos: "¿Cuántos años llevas sin regresar a Santo Domingo para ver a tus hijas?". Recuerdo un día en su casa en que sonó el teléfono. Alguien contestó, la miró, y dijo: "Es tu hija". ¡Cómo se le iluminó el rostro! Estábamos en Navidades, fechas en las que parece que la felicidad se compra con regalos. Sin embargo, de vez en cuando, surgen destellos de pureza que nos recuerdan que su verdadero espíritu es otro. Una caribeña emocionada. Todos los contertulios, aunque tratamos de evitarlo, escuchamos hasta el más mínimo detalle de la plática.
"Mi vida, te llamé con el pensamiento. Tengo aquí una morenita junto a mí (una muñeca) y cada vez que la miro te recuerdo. Mami, me levanto todos los días pensando en ti". ¡Cuánta gracia! Gritos, enormes sonrisas, no dejaba de moverse y menear los brazos. De repente, se cortó la conversación. Se tranquilizó. Sostenía a la morenita en sus manos. La peinaba, le arreglaba el vestidito, la miraba con ternura. Volvió a sonar el teléfono. "¡Qué pasó mi amor!".
Sus hijas tienen 27 y 25 años. La mayor espera a su segundo hijo. La abuela no conoce a la criatura. Pero aguarda, no pierde la esperanza, sabe que un día llegará el momento del regreso. "Si todo sale bien -me decía- pronto me darán los papeles. Sería un sueño hecho realidad". Una y otra vez, la escuela de la vida. Historias cargadas de humanidad y de angustia. Amigos (y todos los que se hallan en su misma situación), de corazón, suerte.