La maternidad múltiple va a acabar conmigo. Avisados quedan. Sin ánimo de ponerme dramática, noto como se resquebraja la poca cordura a la que me aferro con uñas y dientes cada vez que me ronda una de esas innumerables dolencias terminales que han hecho de mis miedos su santo y seña. Mi psique hace aguas. Por los cuatro costados.
No son las noches interpretadas en compases de cuarenta y cinco minutos con La Quinta adosada al seno alterno. Ni los pañales que se amontonan delatores. Ni el griterío asíncrono de tanta boca hambrienta. No son los ires y venires de horarios imposibles de conciliar, ni el agotamiento lógico de los hombros que tantas responsabilidades arrastran. No son los colacaos que se derraman, ni los dientes mal lavados, ni los pelos mal peinados, ni los deberes a medio hacer.
No son estas cinco niñas adorables que me han tocado en suerte sino sus sueños los que tiñen los míos de aprensión. Son sus inocencias acumuladas, la ilusión contenida de este quinteto que todavía cree en lo imposible, las fantasías de cinco infancias sin mancillar, las que penden sobre mi cabeza como una espada de Damocles difícil de esquivar.
Dos dientes le ha durado a La Segunda el encanto del ratoncito Pérez. Dos incisivos inferiores han sido suficientes para despistar al roedor mal dormido que a duras penas ha llegado tarde, mal y nunca a la almohada de mi segunda hija. Con su diente de leche a buen recaudo en una caja de lata y su cara de angelote de Murillo haciéndose la dormida.
Me faltan las palabras para describir el horror con el que he despertado al borde ya del alba de ese sueño lapidario que nos ataca a las madres lactantes. Cómo narrar la desazón del deber no cumplido, de los cinco euros de más en el bolsillo y el diente que yace solitario bajo la almohada de mi niña que todavía cree -creía- en seres fantásticos que cambian dientes por billetes de uso corriente.
Imposible describir la velocidad del padre que se lanza escaleras abajo a depositar la recompensa con la terrible sospecha de llegar demasiado tarde. Difícil retratar la pena de perturbar un sueño quizá fingido, la histeria contenida de esos padres que intentan descifrar en la cara de su hija el rastro de un sueño roto. Padres que rezan por preservar la inocencia de su retoña por lo menos un par de dientes más. Qué menos que las paletas para crecer sin traumas.
Cómo no llorar con desconsuelo la congoja de un padre que no se atreve a preguntar a la hija sibilina que no suelta prenda. La risa forzada de una madre exhausta que intenta revestir los cinco euros de un encanto que nunca tuvieron, dispuesta a soltar el fajo de cincuenta con tal de conservar virgen la ilusión de su progenie.
Una madre que calcula a marchas forzadas la cantidad de dientes que le quedan por despachar. El vértigo de saber que todavía quedan como mínimo otras treinta oportunidades para cagarla. La desazón de verse ya en Noviembre, a las puertas de la temporada alta de farsas infantiles.
La presión de tener que sortear el adviento y hacer las veces de Nikolaus, el Christkindl, Gaspar, Melchor y Baltasar sin desmerecer por ello a Santa Claus, Papá Noel o el Olentxero, ni aplastar con tu incompetencia los sueños infantiles de esas niñas que ya amenazan con mutar en adolescentes. Demasiado pronto. Demasiado rápido.
Como ven he entrado en la maternidad quíntuple por la puerta trasera, alternando actuaciones gloriosas con episodios de clamorosa mediocridad y flagrante negligencia. Reconozco que tener cinco hijas como cinco soles me hace muy feliz, lo que todavía está por ver es si sabré devolverles el favor. Estén atentos a sus pantallas.
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